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Créditos: Ruda
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Flor de María Gálvez Álvarez     

Después de dos años y seis meses de exilio, todavía me despierto por las mañanas con una sensación de desubicación. A veces, los recuerdos me envuelven y, por un instante, creo que estoy en mi hogar, entre mi familia, amigos y amigas. Pero la realidad me golpea con fuerza y la tristeza se convierte en un recordatorio de lo que he perdido. 

A mis 43 años, mi existencia dio un vuelco inesperado. Las amenazas se habían vuelto palpables, y el temor a la prisión se transformó en una constante que me acechaba. Una mañana, cuando el sol empezaba a despuntar en el horizonte, decidí dejar mi hogar, abandonando todo lo que conocía y amaba. No encontré el momento para despedirme de mi familia; el tiempo se deslizaba entre mis dedos, y solo pude salir con lo que llevaba puesto, una pequeña maleta y mi fiel perrito.

La sensación de vulnerabilidad me envolvió mientras cruzaba la frontera hacia lo incierto. Mis manos temblaban y mi corazón latía con fuerza. Era consciente de que el exilio era una forma de condena, pero la alternativa, enfrentar la prisión, era aún más aterradora. En ese instante, me convertí en una cifra más en las estadísticas de mujeres forzadas a dejar sus vidas por razones políticas y sociales. La cruda realidad es que muchas de nosotras no solo enfrentamos la violencia del Estado, sino también la misoginia que se infiltra en nuestras sociedades.

Los primeros meses en el nuevo país fueron un torbellino de emociones. Me sentía perdida, una sombra de lo que solía ser, la alegría desapareció. Conocí a otras personas en iguales o similares condiciones a la mía, con ellas compartí momentos que no olvido. A medida que pasaba el tiempo, también estas personas tuvieron que irse y vino otro rompimiento. Sin embargo, la amabilidad de las personas desconocidas en ese momento, y que ahora son amistades, así como la posibilidad de aprender nuevas experiencias y la esperanza de reconstruir mi vida, me dieron fuerzas para seguir adelante.

A pesar de las dificultades, encontré impulso en conocer las historias de otras mujeres refugiadas que compartían momentos similares. Empecé a tejer, ¡vaya que me sirvió recibir esas clases de Educación para el Hogar! Aprendí a respirar profundo, a caminar sin miedo por las calles, a levantarme y todos los días poner los dos pies en la tierra para recordarme que tenía que vivir un día a la vez, a practicar el desapego y soltar todo aquello que no puedo controlar y seguir con lo que sí puedo hacer por mí misma.

La pérdida y, sobre todo, encontrarme sin nada, me hizo vulnerable. No tener a mi familia cerca, dejar todo atrás y tratar de empezar de nuevo no es fácil, más cuando una no lo ha buscado o pedido. La criminalización en Guatemala se hizo evidente y mucho más fuerte. Por alzar la voz y trabajar en contra de la corrupción e impunidad, las mujeres somos silenciadas, no solo por el Estado, sino también por la sociedad. 

La misoginia estuvo presente en todo ese tiempo, desde las miradas despectivas hasta las palabras hirientes, los mensajes de odio, los comentarios en redes sociales sobre nuestros cuerpos, lo que en particular me recuerda que esta lucha es considerada una amenaza. Sin embargo, me niego a ser silenciada. Y aunque muchas veces he hablado sobre la forma en que salí de Guatemala, sigue siendo importante contar, compartir, porque cada palabra pronunciada en este relato es un acto de resistencia.

Continúo denunciando las injusticias que las mujeres y niñas enfrentamos, no solo en mi país. La violencia de género, el acoso, la falta de acceso a la educación y justicia son solo algunas de las luchas que nos unen. He aprendido que el cambio es posible, que cada pequeña victoria cuenta. He visto a mujeres levantarse, organizarse y exigir sus derechos. He visto a niñas soñar con un futuro diferente, y eso me llena de esperanza.

Cada día me esfuerzo por dar voz a quienes tienen frente a sí escenarios complejos. He participado en talleres, conferencias y movilizaciones, siempre llevando conmigo la esencia de mi país: Guatemala. Mis raíces son mi fortaleza y aunque el exilio me ha despojado de muchas cosas, no puede quitarme la determinación de seguir luchando.

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