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Créditos: Víctor Peña
Tiempo de lectura: 13 minutos

Texto y fotos por Víctor Peña

Brenda y sus tres hijos caminan en medio del monte hacia la cocina comunitaria. Chon sube una cuesta con un quintal de maíz en su espalda. Rita vuelve de buscar maíz para la comida de sus siete hijos. Un grupo de mujeres escarba un muro de tierra para ampliar las aulas de la escuela. Roberta busca hojas de guanábana para tratarse la diabetes. Es la vida cotidiana en La Ceiba Talquezal y Pitahaya, dos asentamientos remotos del pueblo indígena maya Ch’orti, en los municipios de Jocotán y Camotán, en Chiquimula, el departamento con los índices más altos de desnutrición crónica infantil de Guatemala, el país con la tasa de desnutrición más elevada en Latinoamérica, según un informe de Unicef sobre malnutrición de menores en América Latina y el Caribe. Esto coincide con los datos de la organización Acción Contra el Hambre, que ejecuta un programa de vigilancia nutricional en niños de entre uno y cinco años en las comunidades más vulnerables de ese departamento. Chiquimula está ubicado al oriente de Guatemala, en el corazón del corredor seco de Centroamérica. Ahí, la crisis climática impactó con mayor fuerza en los últimos años. La ausencia de lluvias debilitó la agricultura y destruyó la autonomía de las familias que viven de ella. Ahí mueren muchos niños. También nacen muchos bajo la atención de las comadronas, las parteras que cuidan la salud materno infantil de sus aldeas, a través de los conocimientos ancestrales, que se han incluido en el manual de atenciones del Ministerio de Salud. En esas comunidades, las comadronas atienden solas incluso sus propios partos y trabajan con recursos propios, sin las herramientas necesarias y sin apoyo del gobierno que, en los últimos dos años, no pagó el incentivo de Q3,000 que se estableció en la Ley de Comadronas Guatemaltecas. Las mujeres viven embarazos cuando aún son niñas, y a los 30 son madres de hasta cinco hijos, y también son abuelas, porque sus hijas repiten la misma historia que les ha sido impuesta. Las comadronas vieron nacer a esas niñas y también las vieron parir a esos niños que pronto engrosarán las estadísticas de desnutrición. En esas comunidades, la mayoría de mujeres ha llorado a un hijo que murió de hambre. La comunidad organizada hace intentos para solventar esas necesidades que el Estado dejó en el olvido.

Con reportes de Yuliana Ramazzini 

(Esta investigación fue realizada con el apoyo de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo (ACCD) y de la Generalitat de Cataluña)

Josefina Roque lidera el movimiento de mujeres de La Ceiba Talquezal, una comunidad lejana, establecida en la cima de una de las montañas que rodean el municipio de Jocotán, en el departamento de Chiquimula. Tiene 37 años y cinco hijos. Es madre soltera y los ha criado con el esfuerzo y las ganancias que el huerto casero le ha dejado en los últimos diez años. Lo cuenta con orgullo. También sobrevive de las ganancias de su pequeña tienda, en un cuartito construido con adobe, donde sus vecinos más cercanos llegan por golosinas, refrescos, pan dulce y pan francés, sodas, agua pura, jabón, champú, consomé. A veces, sólo a veces, algunos compran granos básicos. Cada tarde, Josefina se coloca sus sandalias de hule y, con machete en mano, recorre las veredas comunales durante 15 minutos para llegar hasta su guatal, un terreno inclinado donde cultiva maíz y frijoles para el alimento de su familia. Josefina también lidera un proyecto. En 2016, un grupo de mujeres se unió a sus esfuerzos de combatir el hambre de su aldea: iniciaron un huerto comunitario sobre un pequeño terreno de 15×15 metros. Sembraron 400 plantas. Cosechan alrededor de 20 mil tomates cada tres meses. Eso significa unos Q2,400 ($300). Los participantes se reparten los frutos. Cada quien vende lo suyo y aporta un poco de sus ganancias para volver a sembrar.
Hamilton jugaba con unas piedras cuando una pared de adobe se desplomó y cayó sobre su pequeño cuerpo de seis años. Nadie se enteró en el momento. Quedó atrapado en el lodo y se escapó como pudo. Caminó solitario hacia su casa para cambiarse de ropa. En La Ceiba Talquezal es normal ver a muchos niños andar solos a cualquier hora y a cualquier suerte. Como Hamilton hay otros: Axel Pérez tiene diez años, se inició en primer grado de escuela en enero de 2024 y se pasea entre los cultivos en busca de algunas frutas. En la temporada de naranjas, Axel se queda toda una mañana bajo un árbol grande para comerse todas las que pueda. Está siempre acompañado de su machete, viste una chaqueta roja sin botones y un pantalón negro que se mete entre sus botas de hule. A trescientos metros de este lugar, Jorvin corría por unos callejones. Tenía su rostro y su ropa manchada de “Nutri Niños”, el alimento complementario que el Gobierno de Guatemala distribuye en las comunidades rurales para “reducir los índices de desnutrición del país”. Jorvin se lo comía como golosina, envuelto en una hoja de higuera.
Todos los meses, la organización Acción Contra el Hambre realiza monitoreos de talla y peso para detectar los casos de menores con mayor riesgo de desnutrición. Con esos datos reúnen a los más vulnerables de cada comunidad y organizan una cocina comunitaria, donde las madres aprenden a cocinar con nuevas recetas y con ingredientes locales. El martes 3 de septiembre de 2024, unos 25 niños y niñas se reunieron para comer pollo con verduras y hierbas locales. El pollo era una excepción, por el cierre del programa de doce días, donde el 60 % de esos niños ganaron entre cuatro y ocho onzas de peso. “Algunos tuvieron enfermedades gastrointestinales unos días antes del programa, por eso no hubo diferencia en su peso”, dice Jackeline Hernández, nutricionista de ese proyecto que intenta fomentar un hábito de largo tiempo y alcance para las mamás. Eso en la práctica es un tanto difícil: la mayoría de esos hogares sólo tienen acceso a maíz y frijoles en su canasta básica diaria.
Josefa Aldana tiene 47 años y siete hijos. La mayor ya cumplió 29 y es madre de cinco. Josefa es futura comadrona del sector central de La Ceiba Talquezal. Como a la mayoría, la eligieron los líderes y lideresas de su aldea. Las comadronas atienden a las mujeres en el proceso de embarazo, asisten partos y brindan cuidados después del nacimiento. Es una práctica ancestral de los pueblos indígenas que ha sido integrada al manual de atenciones del Ministerio de Salud. Según un informe de UNICEF, las comadronas atienden el 29% de todos los partos que ocurren en Guatemala. El 16 de marzo de 2022, con el voto de 93 diputados, el Congreso guatemalteco aprobó un decreto que declara el 19 de mayo como “Día Nacional de la Comadrona”, para dignificar su experiencia y conocimiento ancestral que vela por la salud materno infantil de las zonas rurales y empobrecidas del país. Ese decreto también exige el reconocimiento al trabajo de las comadronas; la no discriminación a su labor; facilitar los medios para que ejerzan su trabajo en las comunidades, y también un apoyo económico de Q3,000 al año para cada una de las más de 23,500 comadronas en todo el país. Este último no se cumplió. Tres comadronas, dos en Chiquimula y una en Ciudad de Guatemala, aseguraron a El Faro que no reciben ese incentivo desde 2022.
Una galera de lámina y madera es el puesto de salud más cercano que hay en La Ceiba Talquezal. Lo construyeron los habitantes, con sus propias manos y recursos. Es el primer espacio para atender a los niños en riesgo de desnutrición, donde se espera que un médico general realice los controles de talla y peso cada mes. Para la comunidad es un sueño. En la práctica es un derecho fundamental que las autoridades no han cumplido. “Nosotros estamos en un lugar muy abandonado. Con una salud pésima y una educación de la misma manera. Los gobernantes son siempre afines a un pequeño grupo, y muchas de las veces sólo se benefician los que se identifican con sus colores partidarios. Los líderes comunitarios que defendemos los territorios siempre somos ignorados”, dice Israel Ramírez, presidente de la Comisión de Salud Comunitaria de La Ceiba Talquezal.
Siete mujeres preparan los alimentos para más de 25 niños. Están reunidas en la casa de Vitalina Morales, otra de las beneficiadas con la cocina comunitaria. Como en este programa, las mujeres también dominan los proyectos que intentan mejorar la calidad de vida de sus hijos. Los dos huertos comunitarios requieren del trabajo de unas cincuenta personas, cuarenta son mujeres. Ellas trabajaron en la construcción de la clínica comunal. También escarbaron un paredón para ampliar las aulas del centro escolar porque ya no tenía capacidad para recibir a más niños.
Lidia Hernández es la comadrona a la que todos refieren cuando se pregunta. Tiene 40 años y ocho hijos, y no está segura del número de nietos. Recuerda que asistió quince partos en un mismo año. Ahora atiende entre tres y cinco porque hay dos comadronas más en la aldea y los casos se han distribuido. Sospecha también que hay menos partos porque hay más planificación familiar. Las comadronas aconsejan cada vez más a las mujeres que ya no tengan más niños, pero la mayoría de las veces los hombres se niegan a esa recomendación. “Nosotras no recibimos ningún pago por nuestro trabajo. El gobierno quiere que trabajemos, pero se olvidan de nosotros cuando hacen sus políticas”, dice. Durante sus diez años de servicio, Lidia sólo ha recibido un incentivo de Q3,000 ($378), que fueron entregados en 2022. El Estado ha incumplido esa obligación en los últimos dos años. Lidia sobrevive de su pequeña parcela, donde cosecha maíz y frijoles. A veces recibe ayuda de algunos de los cuatro hijos que ya no viven con ella. Hace 14 años asesinaron a su primer esposo, con quien tuvo seis hijos. Su segundo esposo la abandonó hace cinco años. La dejó sola junto a sus otros dos hijos.
“Ya no recuerdo. Con tanto sentimiento acumulado, se me olvidó”, responde Saturnina cuando habla de la muerte de Nery, su último hijo. “Fue el 18 de abril”, le grita Juana, su vecina que escuchó la conversación a lo lejos. Nery nació el 11 de diciembre de 2023, en el Hospital Nacional de Chiquimula. A los tres meses, el niño comenzó a toser fuerte y a perder peso. Saturnina lo llevó a la clínica comunal de Palmilla, la aldea más cercana. Caminó durante una hora con su bebé en brazos. “Lo vieron y me dijeron que volverían dentro de una semana a mi casa para revisarlo de nuevo, pero se murió antes de ese tiempo”, dice. Saturnina asegura que su hijo murió de ansia , un término muy local para referirse a cualquier síntoma por causa de desnutrición infantil, que provoca pérdida de peso tras una enfermedad o por padecer hambre. Saturnina no sabe leer ni escribir. Su trabajo es sembrar milpa para alimentar a sus otros tres hijos. Algunas veces, su esposo logra trabajos temporales con los que gana Q50 por día.
La Ceiba Talquezal tiene alrededor de 600 habitantes. 150 son niños menores de cinco años, el 25 % de la población total. Desde que asumió su cargo en 2013, Israel Ramírez asegura que han registrado la muerte de 18 niños. Las tres más recientes ocurrieron en abril de 2024, según el conteo de la comisión de salud de la comunidad, que trata esos casos como la enfermedad de la anemia. El Ministerio de Salud y la organización Acción Contra el Hambre también tienen registro de esas tres muertes en los primeros meses del año. Las causas: dos por deshidratación y diarreas prolongadas sin atención médica y uno por problemas respiratorios. En agosto de 2024, la organización realizó un control de vigilancia nutricional a 91 niños de la comunidad. Los datos son preocupantes: el 78% de esos niños presenta desnutrición crónica y han identificado a diez niños en riesgo de padecer desnutrición aguda.
“Nosotros tenemos que luchar. Nosotros tenemos que ver cómo atendemos desde lo que tenemos. El gobierno está allá, lejos, y nosotros aquí, en el olvido”, dice Lidia Hernández cuando muestra los materiales que tiene a la mano para atender los partos. Su botiquín es una bolsa plástica transparente, colgada en el techo con algunos insumos: cinta umbilical, una tijera, una caja de gasas, una caja de guantes de látex, una caja de mascarillas, una báscula pequeña y una báscula grande. A veces, el paquete incluye un paraguas. “No tenemos recursos. No nos dan materiales, y nos exigen partos seguros y limpios. Tenemos que comprar nuestros propios insumos y muchas veces dependemos de la colaboración voluntaria de las familias que atendemos”, dijo a El Faro Febe Guarcas, comadrona de San Lucas Tolimán, Sololá y tesorera del movimiento Nacional de Comadronas, durante una conferencia que ofrecieron en el Congreso de Guatemala, el miércoles 18 de septiembre, y donde sólo asistió Sonia Gutiérrez, diputada por el partido WINAQ. No están los demás diputados convocados, como ocurre desde 2016.
Roberta García es una luz para su aldea. Es comadrona, lideresa de su comunidad, y también educó a 158 mujeres para la creación de huertos caseros. Roberta vive en el cantón Pitahaya, del municipio de Camotán, a ocho kilómetros de distancia de La Ceiba Talquezal. Fue madre a los 16, ella sola se atendió seis de sus ocho partos. Así aprendió el oficio. Así asistió los partos de todos sus nietos y de muchos niños de la aldea. “Yo no vivo de esto. El Estado no responde, pero igual, caminamos. Ninguna comadrona va a decirle que ha recibido ayuda del gobierno”, dice. Cuando alguna familia llama, Roberta sólo pide transporte. Le cuesta caminar por la complicación de su diabetes. En sus cuatro años como presidenta del Consejo Comunitario de Desarrollo (COCODE), Roberta logró la construcción de un centro de convivencia, la construcción de una cancha de fútbol y un proyecto de agua potable. Desde 2007 ya lideraba el proyecto de huertos caseros, en el que se involucraron 158 mujeres para generar autonomía alimentaria. Sus huertos eran un ejemplo para el discurso de desarrollo en la comunidad. Recibió la visita de muchos periodistas y de la exvicepresidenta Roxana Baldetti, que ahora guarda prisión, por los delitos de asociación ilícita y defraudación tributaria. Ella dejó el proyecto en 2020. “Ahora sólo hay 20 huertos. Ya no hay curiosidad ni voluntad de trabajar por la comunidad”, dice. La última vez que El Faro tuvo acceso a su vivienda, Roberta regresaba de buscar hojas de guanábana. Con ellas prepara el té que alivia su diabetes, la enfermedad que la tiene indispuesta desde el 2019.
Herminia Gutiérrez y su hijo viven en la misma casa donde murieron Adalicia, de cinco años, y María Isabel, de seis meses, en septiembre de 2021. Sus hermanitas son parte de la tasa de mortalidad de 18 menores que la comunidad ha registrado desde el año 2013 a causa de la desnutrición. La vivienda está construida en medio de una ladera, sin acceso a agua potable, rodeada de cafetales, patos, gallinas y algunos perros desnutridos que duermen sobre el patio de tierra. Herminia ahora tiene 20 años, y sólo alcanzó una altura de 1.25 metros. Creció bajo pobreza extrema y parece haber perdido el horizonte y la noción del tiempo. Según lo cuenta, la niña más grande se cayó en el polvo; que un gusano se le metió en el estómago; que eso le provocó la enfermedad; que luego se acercó a la niña de seis meses y también le contagió la enfermedad. Que ambas estaban muy sucias y se murieron de ‘aflicción’. Las niñas murieron por deshidratación, debido a una diarrea prolongada. Así lo dijeron sus vecinos. Herminia dice que es padre y madre y que sólo consigue trabajo en temporada de producción de café. Su pareja la abandonó hace tres años, unos días después del nacimiento de su hijo.
Brenda sepultó a su segunda hija el 11 de diciembre de 2020. Desde entonces no ha visitado su tumba. “Cuando uno hace todo por sus hijos ya no hay tiempo para la tristeza. Por eso no la recuerdo. Yo di todo por ella cuando estaba viva. Ahora debo cuidar a mis otros tres hijos”, dice. Jazmín vivió dos años, la mayor parte de esa vida la pasó entre los hospitales nacionales de Chiquimula, Zacapa y la Ciudad de Guatemala. “En la capital le hicieron todos los exámenes y me dijeron que era neumonía. Eso fue todo. Cuando la llevé a cuidados intensivos, la niña tenía nueve meses y pesaba 16 libras. Cuando salió tenía 16 meses y pesaba 13 libras. Bajó de peso en el hospital. Quizá por toda la sangre que le sacaban”, dice Brenda. Ella y su esposo trabajan como jornaleros en las fincas cercanas a su casa, donde consiguen unos Q80 por día.
Los hermanos, Santos Alfredo, de siete años, y Santos Adilson, de cuatro, juegan en el interior de su vivienda, en el cantón Pitahaya, del municipio de Camotán. En esa casa hay 27 niños, que provienen de seis mujeres que son hermanas y que fueron madres cuando aún eran niñas de 13, 14 y 16. Viven hacinados en pequeñas chozas, distribuidas en el terreno de los abuelos. Allí corren descalzos de un lado al otro, con la panza hinchada, juegan con tierra y con los perros y con una manada de cerdos recién nacidos que se revuelcan en el lodo. Camotán es parte de la región del corredor Seco de Centroamérica y una de las áreas con mayor impacto por la crisis climática. Camotán ocupa el puesto número en casos de desnutrición crónica y el segundo con la mayor tasa de desnutrición aguda en el departamento de Chiquimula. Las principales causas de enfermedades en niños son las infecciones gastrointestinales, el resfriado y la neumonía, todas ocasionadas por la desnutrición y deficiencia en las defensas del cuerpo, según lo revela el Diagnóstico de Finanzas Públicas Municipales, publicado por Unicef en septiembre de 2022.
Una familia regresa a su hogar después de una jornada de trabajo. Es una estampa de las comunidades rurales de Guatemala, donde adultos y niños se involucran en las actividades agrícolas. Esas áreas están ubicadas en el corazón del Corredor Seco de Centroamérica, que fueron golpeadas con mayor fuerza por la crisis climática de los últimos años. La ausencia de lluvias debilitó las cosechas y destruyó la autonomía de esas familias. Muchos pobladores creen que 2024 será mejor porque ha llovido más; que habrá mejor producción agrícola; que habrá cosecha y felicidad para todos. “Sin alimento digno no se puede vivir. Y seamos honestos, aquí sólo vivimos de frijoles y maíz. No es digno, es sobrevivir. Eso hacemos todos los días. Es el mayor flagelo para nuestra niñez. Los mayores resistimos, pero los niños no sobreviven”, concluye Israel Ramírez.

Este artículo fue publicado originalmente en El Faro.

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