Texto y fotos por Víctor Peña
Brenda y sus tres hijos caminan en medio del monte hacia la cocina comunitaria. Chon sube una cuesta con un quintal de maíz en su espalda. Rita vuelve de buscar maíz para la comida de sus siete hijos. Un grupo de mujeres escarba un muro de tierra para ampliar las aulas de la escuela. Roberta busca hojas de guanábana para tratarse la diabetes. Es la vida cotidiana en La Ceiba Talquezal y Pitahaya, dos asentamientos remotos del pueblo indígena maya Ch’orti, en los municipios de Jocotán y Camotán, en Chiquimula, el departamento con los índices más altos de desnutrición crónica infantil de Guatemala, el país con la tasa de desnutrición más elevada en Latinoamérica, según un informe de Unicef sobre malnutrición de menores en América Latina y el Caribe. Esto coincide con los datos de la organización Acción Contra el Hambre, que ejecuta un programa de vigilancia nutricional en niños de entre uno y cinco años en las comunidades más vulnerables de ese departamento. Chiquimula está ubicado al oriente de Guatemala, en el corazón del corredor seco de Centroamérica. Ahí, la crisis climática impactó con mayor fuerza en los últimos años. La ausencia de lluvias debilitó la agricultura y destruyó la autonomía de las familias que viven de ella. Ahí mueren muchos niños. También nacen muchos bajo la atención de las comadronas, las parteras que cuidan la salud materno infantil de sus aldeas, a través de los conocimientos ancestrales, que se han incluido en el manual de atenciones del Ministerio de Salud. En esas comunidades, las comadronas atienden solas incluso sus propios partos y trabajan con recursos propios, sin las herramientas necesarias y sin apoyo del gobierno que, en los últimos dos años, no pagó el incentivo de Q3,000 que se estableció en la Ley de Comadronas Guatemaltecas. Las mujeres viven embarazos cuando aún son niñas, y a los 30 son madres de hasta cinco hijos, y también son abuelas, porque sus hijas repiten la misma historia que les ha sido impuesta. Las comadronas vieron nacer a esas niñas y también las vieron parir a esos niños que pronto engrosarán las estadísticas de desnutrición. En esas comunidades, la mayoría de mujeres ha llorado a un hijo que murió de hambre. La comunidad organizada hace intentos para solventar esas necesidades que el Estado dejó en el olvido.
Con reportes de Yuliana Ramazzini
(Esta investigación fue realizada con el apoyo de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo (ACCD) y de la Generalitat de Cataluña)
Este artículo fue publicado originalmente en El Faro.