Por Dante Liano
Debo a Gerald Martin, en su biografía de Gabriel García Márquez, una anécdota que bien serviría para iniciar unas divagaciones sobre el escritor como personaje literario. Estamos en Barcelona, en los últimos días de 1970 y en la ciudad catalana se reunieron, un poco deliberadamente y un poco al azar, los principales escritores del llamado boom literario hispanoamericano: Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso y Gabriel García Márquez. Una semana antes de Navidad, los escritores y sus esposas se dieron cita en La Font dels Ocellets, un conocido restaurante típico del lugar. Apenas llegaron, se enfrascaron en una nutrida y apasionada conversación, que imaginamos literaria, y se abstrajeron de todo lo que les rodeaba. Ahora bien, en ese restaurante, la costumbre era que el camarero diera el menú a los comensales y que estos rellenaran su petición en un papel impreso. Sin embargo, era tal el embrujo de la conversación que el camarero pasó varias veces y el impreso todavía estaba en blanco. Entonces, se quejó con el dueño del local, quien se acercó al grupo y les preguntó: “¿Hay alguno aquí que sepa escribir?”. Todos quedaron desconcertados, pero la rapidez de Mercedes Barcha resolvió la situación. “Yo”, dijo Mercedes, “yo sé escribir”. Con eso, tomó la orden de sus compañeros de mesa.

Unas páginas antes, otra anécdota demuestra, quizá más que la situación en sí, el brillante sentido del humor de Gerald Martin. Cuenta que Neruda fue a visitar, a Barcelona, a García Márquez. Revela que ambos compartían el terror por los viajes en avión, y por ese motivo, Neruda había navegado en barco desde Chile. Los García Márquez invitaron al gran poeta a comer, y, siguiendo una tradición sagrada e inviolable, Neruda les pidió que le prestaran su lecho para dormir la siesta. Así lo hicieron, y para mientras, la pareja discutió. Mercedes quería pedirle un autógrafo al durmiente, mientras García Márquez la acusaba de “lagarta”. Al final, se impuso Mercedes y, cuando Neruda despertó, le pidió la firma. Neruda abrió el libro y comenzó: “Para Mercedes, en su cama”. Inmediatamente se dio cuenta y dijo: “Esto queda como sospechoso”. Entonces, escribió: “Para Mercedes y Gabo, en su cama”. De nuevo, reflexionó sobre lo escrito, y dijo: “La verdad es que ahora está peor”. Para remediar los desaguisados, Neruda remató: “Fraternalmente, Pablo”. Entonces estalló en risas y concluyó: “Queda peor que al principio, pero ya no hay nada que hacer”.
Ambas anécdotas nos recuerdan que, muchas veces, cuando la personalidad y la obra de un escritor se imponen a la memoria colectiva, con frecuencia el escritor pasa a ser un personaje de infinitas anécdotas, algunas basadas en su biografía, otras totalmente inventadas. La mayor parte de ellas contienen una buena dosis de sentido del humor.
Que un escritor se vuelva un personaje literario depende, en gran medida, de la potencia de su obra. En efecto, todos recordamos la frase de Borges: “Quevedo, más que un escritor, es una literatura”. La hipérbole esconde la apreciación de que Quevedo abarca casi todos los géneros, en particular la poesía, la narrativa y el ensayo, y también el hecho de que la fuerza de su pluma se impone, de tal manera, que resulta difícil ignorarlo. Sin embargo, son pocos los literatos que experimentan ese extraño pasaje: de crear literatura a ser objeto de imaginación literaria, especialmente por parte de la tradición popular. No sucede con Cervantes, ni con Lope, ni con Góngora. Virgilio es personaje de la Divina Comedia, mas se trata de operación culta, deliberada. No surge espontáneamente de la tradición.
Sin embargo, la construcción del escritor como personaje se va a convertir en una operación deliberada, quizá a partir del romanticismo, seguramente desde el modernismo hispanoamericano. La diferencia está, propongo esta hipótesis, en que el escritor romántico se vuelve personaje en unas acciones que están, por así decirlo, al lado de la literatura, no como consecuencia de ella. Byron se convierte en personaje aventurero por su biografía, no por sus poemas. Los románticos argentinos tienen una vida cívica agitada y ello los convierte en personalidades históricas. Quiero decir, aun si no hubieran escrito verso o prosa habrían sido personajes históricos (pienso en Sarmiento, Esteban Echeverría, en Juan Bautista Alberdi). Por tanto, una idea podría ser que los escritores latinoamericanos comienzan a proponerse como personajes a partir del modernismo. Habría que ponderar cuánto de romántico y cuánto de modernista hay en José Martí, cuya leyenda personal corre parejas con la excelencia de su prosa. Recordemos que la compleja historia de la niña de Guatemala ha dado lugar a muchas leyendas y ha culminado con la novela de Francisco Goldmann El esposo divino. De la misma forma, todos conocemos el prólogo a Prosas profanas, en donde Rubén Darío se lamenta de su rostro de chorotega a pesar de sus manos de marqués. Está construyendo su imagen. Mucho más refinado Rafael Arévalo Martínez, maestro de la ambigüedad, quien jugará a crearse un personaje heterodoxo, sexualmente fluido, hipocondríaco y neurasténico desde una rutina burocrática y familiar, católica y parroquial.
Llegamos aquí a una propuesta de reflexión: el escritor como personaje de episodios de humor. Ya señalamos cómo Quevedo lo es. Habría que ver, en nuestra literatura, si el fenómeno se repite deliberadamente, como parte de una estrategia discursiva tendiente a convertir al literato en protagonista de la tradición oral. Dejo de lado a todos aquellos que se construyen como personajes marginales, alternativos a la imagen burguesa, deliberadamente provocadores, sexualmente ambiguos o socialmente extremos. Hay muchos y variados.
Desde Vargas Llosa a Gerald Martin, los biógrafos de García Márquez llenan las páginas de su vida con episodios de humor, a pesar de la gran seriedad con que el escritor colombiano elaboraba su obra. La hipérbole domina, no solo su escritura, sino el relato de esa escritura. García Márquez explica la estupenda brevedad de El coronel no tiene quién le escriba con la explicación de que la reescribió 14 veces. No sabemos si creerle, porque sus parientes cuentan que, de niño, el escritor tenía fama de mentiroso, por las exageraciones que inventaba. Digamos que el mérito del colombiano fue convertir esa tendencia en una genial técnica literaria. No siempre, porque la ejerció también en algunos episodios de su vida, como el relato de la huelga en la costa. Cuando trabajaba en El Espectador, llegó la noticia, por parte de un corresponsal en un perdido pueblo del Caribe, de que los trabajadores se habían levantado en huelga y había duras manifestaciones por las calles. Atraído por la novedad, García Márquez tomó el primer avión hacia el lugar, y, cuando llegó, encontró un típico pueblo costeño, somnoliento y pacífico. No había ni rastros de violencia social. Fue a la casa del corresponsal y lo encontró durmiendo la siesta. Lo despertó y le pidió explicaciones. El otro, un mulato inmenso y pacífico, le dijo que, no habiendo nada que contar, se había inventado todo. Entonces García Márquez le dijo: “Pues ya que vine hasta aquí, vamos y organizamos la huelga nosotros”. Y así lo hicieron, de modo que el fotógrafo y el reportero no regresaran con las manos vacías. Nadie como el escritor colombiano para saber que las noticias se inventan.
Publicado originalmente en Dante Liano blog