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Créditos: Héctor Silva
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Son tres y gobiernan los países del Triángulo Norte de Centroamérica. Los tres nacieron y llegaron hasta la cima del poder político en sus naciones gracias, en buena medida, a las omisiones y complicidades de los Estados Unidos. A los tres Washington los protegió con ese manto de impunidad que tanto daño ha hecho a América Latina y les permitió acumular poderes capaces de dinamitar, de a poco, las frágiles democracias que gobiernan.

Son tres monstruos políticos.

Guatemala es hoy, por defecto, el más potable de los aliados del norte centroamericano para Washington. En Honduras manda un presidente a quien, si se atiende a las señales que fiscales de Nueva York mandan sin pudor alguno, Estados Unidos prepara un caso criminal por narcotráfico. En El Salvador se asienta cómodo en su trono, el presidente más popular de América Latina, que es dueño, por designio de las urnas, de todo el Estado. Quedan Guatemala y sus élites.

La década pasada, empujado sobre todo por el caos en que el narcotráfico había sumido a Guatemala, Washington se embarcó en el proyecto CICIG y utilizó a varios de sus embajadores para negociar la idea de que nada era viable sin un poco de rendición de cuentas, del accountability.

Las élites dejaron hacer, toda vez que el martillo de la CICIG y las intromisiones de la embajada no les hurgaron el patio. Pero vino el 2015, el empoderamiento de la plaza para sacar del poder al general Otto Pérez Molina, y antes, en 2013, había llegado el juicio que hizo del genocidio ixil verdad judicial. Los pudientes se asustaron. Se vieron en el espejo.

Llegó, entonces, Jimmy Morales, un aprendiz de tirano que, como lo haría unos años después Nayib Bukele en El Salvador, se acompañó del ejército para meter miedo a los opositores.  Los pudientes, a quienes las investigaciones por corrupción, ejecuciones extrajudiciales y otros ya habían tocado fuerte, entendieron que la matonería de Morales les servía. Al final, juntos, echaron a la CICIG y, sin dilación, empezaron a retomar el control: la fiscalía de Consuelo Porras, la jefa del Ministerio Público nombrada por Jimmy, fue el prólogo de lo que vendría después y acabaría, en 2021, con el control absoluto de las cortes.

Todo lo vio Washington, el de Trump, sí, pero también el de Obama. Todo lo toleró. Hubo algunos amagos de reclamo, pero nada trascendente. El desdén del gobierno guatemalteco al Tío Sam fue tal que hasta usó jeeps artillados de fabricación estadounidense, donados para combatir el narcotráfico, para rondar la sede de CICIG. ¿Y qué? Nada.

Con el ocaso del periodo Morales, y con la resaca del 2015 aún rondando, las élites se volcaron con Alejandro Giammattei, viejo conocido, aliado leal. Algunas triquiñuelas judiciales previas para invalidar candidatos incómodos y la evocación de los viejos fantasmas del comunismo -es real: en Guatemala el gastado argumento de la conflagración mundial aún funciona- bastaron para que Giammattei ganara en las urnas y, pandemia de por medio, culminara el desmantelamiento de la magra institucionalidad.

En Honduras, mucho de la mala yerba que ahí crece lo hace abonada por el inmenso poder político de Juan Orlando Hernández, el hombre que mejor navegó la resaca del golpe de Estado de 2009, consolidó su poder, se apropió sin demasiada oposición de todos los poderes e instituciones del Estado, se reeligió bajo la sombra de un fraude escandaloso y, en el camino, se benefició de tratos con el narcotráfico. 

Todo lo hizo Hernández, hasta hace poco, bajo el ojo complaciente de Washington, que preocupado por mantener el acceso a los recursos e infraestructura hondureña y por el posible ascenso de la izquierda, dejó hacer y pasar, incluido el fraude electoral de 2017 que buena parte del planeta condenó.

JOH, como se conoce al mandatario hondureño por las iniciales de sus nombres, empezó a acumular poder político desde que era presidente del Congreso y poder criminal antes de las presidenciales de 2013, cuando hizo valer viejas alianzas de sus partido político, el Nacional, con los grandes clanes de narcotraficantes hondureños, como los Valle y Ardón en el occidente y Los Cachiros en el norte. Luego, el hombre-Estado, ya afianzado su poder en Tegucigalpa, echó a los narcos y, según se desprende de las investigaciones de la DEA a su hermano y varios de sus funcionarios, se hizo con el control del negocio de la cocaína.

Por último, El Salvador, el más pequeño de los tres. Tras 30 años gobernado por las fuerzas de derecha e izquierda, paridas por el conflicto armado de los 80 y 90 del siglo pasado, en el que Estados Unidos fue actor protagonista. Este país azotado por la violencia letal de las pandillas MS13 y Barrio 18 -alimentadas también por las políticas de mano dura inventadas en las grandes ciudades de Estados Unidos-, y trasquilado por viejos y nuevos ricos. El Salvador sucumbió a los encantos de Nayib Bukele.

Hijo de una familia acaudalada convertido en político ganador gracias al apoyo de grupos de poder de izquierdas y derechas, que descubrieron a tiempo la obsolescencia del viejo sistema heredado de la guerra, Bukele se apropió de la estética política del nuevo milenio para su prestidigitación. Arrasó. Y encantó.

El 1o de mayo, después de ganar sin réplica en las legislativas y municipales, diputados afines a Bukele tomaron posesión del Congreso con una supermayoría. Esa misma noche, el bukelismo, en sendos actos ilegales, descabezó al Órgano Judicial y a la Fiscalía General para poner en los puestos a funcionarios afines, la mayoría cuestionados por vínculos con casos de corrupción y de tratos con el crimen organizado. El autogolpe judicial ha sido el capítulo más reciente de la saga megalómana en la que Bukele se ha llevado por delante a cuanta voz crítica se la ha puesto enfrente, utilizando para ello toda la fuerza del Estado.

A Bukele no solo lo auparon los viejos dineros del bipartidismo salvadoreño y su popularidad, lo encumbró también la embajada de Estados Unidos en El Salvador. Fue la exembajadora Jean Manes la que convenció a propios y extraños del potencial del joven para convertirse en el socio confiable en Centroamérica y quien le armó su primera gira por los pasillos del poder en Washington. A cambio, los estadounidenses solo pedían guardar las formas y mantener lejos a China. Bukele no cumplió ni lo uno ni lo otro. Hoy, El Salvador naufraga en su peor crisis constitucional desde los Acuerdos de Paz de 1992 y se enrumba, sin freno, al absolutismo.

Todo este asunto está por salírsele de las manos a la administración del demócrata Joseph Biden. 

Obligado por los flujos constantes de campesinos desterrados por terratenientes narcos en el occidente de Honduras, de guatemaltecos del altiplano o del canal seco empujados por el hambre, o de los salvadoreños expulsados por la desesperanza que aún campea en los barrios a pesar del entusiasmo y la gritería que genera Bukele, a Biden no le ha quedado más remedio que hacer del norte centroamericano una prioridad: los eternos indocumentados que decía el poeta salvadoreño Roque Dalton, no paran de llegar a la frontera sur.

La política de deportaciones y rigor fronterizo que la xenofobia de Trump llevó a extremos inhumanos, ya había iniciado en la era Obama, pero el demócrata había añadido al tema migratorio un componente de apoyo a la buena gobernanza en Centroamérica, que hoy Biden quiere retomar. 

Bajo la premisa de que los pobres seguirán caminando las rutas del norte mientras no pare la voracidad de las élites políticas y económicas de Guatemala, El Salvador y Honduras, así como su absoluto desdén por el imperio de la legalidad, Biden quiere hoy jalar aires, dar puñetazos en la mesa y llamar a la cordura. Puede que sea muy tarde.

Juan Orlando Hernández sigue tranquilo en Honduras y calcula, sin demasiada prisa, cómo seguir mandando. “No sé quién va a ganar las elecciones, pero sí sé que Juan Orlando va a seguir siendo presidente”, me dijo hace poco un diplomático en Tegucigalpa. Bukele se expande en Twitter contra sus opositores mientras sus diputados desmantelan la República. Y Giammattei, menos popular, más empleado y menos mandatario, se ciñe al guion de sus patrones, uno que incluye, también, el debilitamiento de la democracia.

Los monstruos crecieron. Se le hicieron grandes los dragones a Washington.

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