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El infierno para tres mujeres quedaba en Mixco

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Créditos: Nómada
Tiempo de lectura: 19 minutos

Por Nómada

Tres mujeres y seis niños están escondidos en una zanja en una colonia de clase media de Mixco, en la capital guatemalteca. Están escondiéndose del hombre con el que viven. Dos días antes, furioso, al ver que el hijo mayor había escapado, el hombre les había ordenado que prepararan sus maletas para irse de vacaciones. Ellas, de 27, 28 y 40 años, sospecharon que las iba a matar. El escondite las salvó durante las peores horas. Ahora están luchando porque se haga justicia y puedan recuperar su libertad.

Advertencia: Esta historia es demasiado dura de leer y no es recomendable para menores de 13 años. Contiene violencia y misoginia explícitas que publicamos para que no queden en la impunidad y que la vida de estas tres mujeres y estos seis niños pueda rescatarse. Está dividida en 8 capítulos. +

Capítulo 1. La zanja

Alexander Polanco, de 34 años, llegó enloquecido a su casa ese domingo. Estaba enojado porque según él, el más grande de sus hijos, de 16 años, tenía días de regresar a la casa de madrugada. Lo llamó a gritos, lo regañó y le pegó dos cachetadas en la cara. Después de eso lo hincó y lo obligó a que le pidiera perdón. Lo hizo y le ordenó que se encerrara en su cuarto. Su madre, Laura, corrió tras él.

Jenny vio la escena mientras planchaba ropa.

– Y vos, ¿qué mirás maldita? Hija de puta. Apurate con eso, que te apurés te estoy diciendo. ¿O qué? ¿Querés que te ponga la plancha en la cara? ¿Eso querés?

Jenny, perdió el aliento con el golpe que el hombre le dio en el estómago. Por eso no podía responder ni ponerse de pie. Cuando sintió el calor de la plancha de ropa cerca de la cara, ya no sintió miedo. ¿Por qué voy a tener miedo?, pensó: Si me quema, que me quemeUn golpe más, un golpe menos. Así se sienten siete años de violencia.

– Apurate pues.

Otro golpe en la cara. Jenny, de 27 años, recogió la plancha y pensó en Sandy, porque iba a ser la siguiente en recibir la furia de Alexander Polanco. No la veía, pero segundos después oyó los gritos.

Sandy, de 28 años, estaba en el garage de la casa. Ni pudo preguntar qué era lo que había hecho. Solo sintió las patadas en su cuerpo. Tirada en el suelo siguió recibiendo la golpiza del hombre del que se enamoró hace 11 años.

En minutos, Alexander Filadelfo Castillo Polanco le pegó a uno de sus hijos y a dos mujeres. Después de eso llamó a Laura, de 40 años, la primera mujer. Ella se acercó con miedo, no sabía qué esperar. Salieron a caminar, como lo hacían casi todas las noches. Recorrieron algunas calles de la colonia Villas de San José II, en la zona 4 de Mixco. Cuando regresaron a la casa, la situación no fue diferente. Como ya era costumbre, una de las mujeres preparó un porro de marihuana y el hombre se lo fumó en el garage. Les ordenó a todos que comieran. Cuando estaban terminando de cenar, Alexander llamó a Sandy. Ella, que acaba de recibir la paliza, se acercó.

– Sentate allí. ¿Te acordás la vez que te dije que no le estuvieras diciendo nada a tu hija de que te ibas a ir y me desobedeciste?
– Sí.

Eso había sucedido meses antes.

– ¿Por qué lo hiciste, desobediente? Sos una traidora. Yo no puedo confiar en vos, en alguien como vos, que cuando tiene la oportunidad de dejarlo a uno, de verlo acabado o apachado, se aprovecha. ¿Quién sos vos? Vos no sos nadie.

Mientras se lo decía, tomó el cigarro aún encendido y se lo apagó en el cuello. Las cenizas le hicieron una llaga. Sandy no pudo más que cerrar los ojos y apretarlos detrás de sus gruesos lentes de graduación. Le pidió que se hincara y le pidiera perdón. Después de hacerlo, le pidió que se acercara más y cuando la tuvo de frente, le pegó un puñetazo tan fuerte que le reventó el labio.

Esa fue la penúltima noche que pasaron en esa casa. Al día siguiente, el lunes, el hijo mayor de Alexander Castillo Polanco escapó y denunció en la Procuraduría General de la Nación (PGN) lo que pasaba en su casa. Preocupado porque creía que la PGN podía llegar a inspeccionar, les dijo que se irían de vacaciones. Tres mujeres optaron por escapar junto a sus otros cinco hijos.

¿Cómo llegaron allí? ¿Cómo escaparon?

Ya habían huido una vez, pero el plan no funcionó porque por más lejos que llegaran, un celular era lo único que Alexander necesitaba para que hicieran lo que él quería. Así las convenció de volver. Esta última vez, el martes 13 de diciembre de 2016, cuando Polanco les dijo que alistaran sus maletas, supieron que escapaban o corrían el riesgo de morir. No se llevaron nada de lo que estaba en la casa. Con lo que traían puesto tomaron a los niños pequeños de la mano y corrieron juntas, salieron de la colonia y siguieron corriendo hasta que llegaron a una carretera. Todos se refugiaron en una zanja mientras encontraban ayuda.

Tres mujeres víctimas de esclavitud sexual, Laura, Jenny y Sandy, comparten su historia. Tras años de vivir en la oscuridad de una casa en la que el único candado era imaginario, de miedo, decidieron contar su vida, hacerla pública, porque la justicia también necesita luz para entrar.

Contaron a Nómada todo sobre ellas, como lo contaron antes al Ministerio Público y a organizaciones de mujeres y esperan contarlo a un juez. Sus rostros y sus nombres reales son lo único que vamos a ocultar porque quieren rehacer sus vidas y recuperar su libertad.

Capítulo 2. Laura, la esposa

Laura Gómez tiene 40 años. Está nerviosa. Su tono de voz es muy suave y tembloroso. Es tímida, se envuelve con sus brazos y su sudadero rosado. Por momentos es difícil escuchar sus palabras. Lleva 20 años sintiéndose triste, pensando que no vale nada. Es la primera vez que cuenta su historia a la sociedad.

Laura

Cuando tenía 20 se hizo novia de Alexander Polanco, de 13 años, un adolescente que por su estatura y su complexión tenía el cuerpo de un adulto. Durante dos años tuvieron una relación. Ella siempre se cuestionaba la edad; él decía que la edad no importaba en el amor. Era cariñoso, atento y la cuidaba. Eso pesó más que la otra mitad de Alexander. Era mujeriego, celoso y controlador.

Cuando Laura supo que estaba embarazada, ya no eran pareja. Ella tenía miedo de decírselo, sabía que no le creería y no tenían planes de continuar juntos. Se lo contó a su cuñado y como evidencia le enseñó la prueba de embarazo. Acordaron decírselo en el cumpleaños de su abuela. La reacción de Alexander, como buena parte de los hombres machos de Guatemala, fue interrogar a Laura, llamarla perra y hacer que jurara que el bebé era suyo. Semanas después le dijo que se haría cargo del niño y se fueron a vivir juntos.

Los primeros meses ‘todo era bonito’, dice Laura. La trataba bien, y la cuidaba a ella y a su bebé en el vientre. Por cinco meses. Hasta que Laura recibió la primera golpiza. Lavaba trastes, cuando Alexander empezó a golpearla por la espalda.

– No mijo no hagas eso, vas a matar a tu hijo, le gritó su madre, la suegra de Laura.
– Ésta me las va a pagar, se quiso suicidar.

En efecto, se había intentado suicidar. Mucho tiempo antes. En su adolescencia, Laura fue víctima de hombres que intentaron abusar de ella. Tomó pastillas para intentar suicidarse. En un momento de confianza se lo contó a Alexander. La respuesta que recibió fue que era una perra, “una prostituta que se quiso matar por un hombre”.

– Pero no fue así. Yo estaba decepcionada de todo. Para qué le dije, si con eso tuvo para pegarme muchas veces, dice, arrepentida.

Cuando su primer hijo nació, Alexander echó de la casa a Laura porque dijo que el niño no era suyo. Polanco es alto, fornido y blanco. El bebé fue prematuro, muy pequeño, todavía con vellos y moreno.

– Andate de la casa ahorita.
– Pero es tu hijo, te lo prometo.
– No lo quiero ver.

Durante tres meses se negó a reconocerlo. Mientras crecía, el color de tez del bebé fue cambiando, se fue aclarando y sólo así, lo aceptó. Ella se quedó con él y se casaron. Alexander le pidió perdón, le dijo que se arrepentía, como lo hizo cada vez que la golpeó durante los siguientes 20 años.

– Estaba con otras mujeres y llegaba a las cuatro de la mañana. Una vez llegó tarde y empezó a golpear al niño. Me asusté y le dije ‘pegáme a mí pero no a mi hijo’.

La respuesta de su esposo fue ‘va, está bueno, con mucho gusto’, y la golpeó una vez más. Cuando castigaba a su hijo lo dejaba encerrado en el baño. Laura no podía hacer nada. Si desobedecía era peor para ambos.

Cuando supo que estaba embarazada por segunda vez su reacción fue llorar. No porque no quisiera al bebé que venía el camino; temía que fuera niña y sabía Alexander no quería mujeres.

– Empecé a llorar. Qué voy a hacer, no va a querer a la nena. Cuando me preguntó qué era y le dije me pegó una patada en la espalda, me dijo: ‘No te había dicho que niñas no quería’. Le respondí: ‘Pero si yo no soy Dios, yo no soy la que decide’’. Al principio no la quiso. No quería verla. Rechazaba a la bebé porque no le gustaban las niñas. Quería tener hijos hombres.

Lo recurrente era que Alexander le pidiera perdón y justificara su violencia con el estrés que le generaban los problemas en su negocio. En ese momento administraba una abarrotería en el Mercado El Guarda, en la zona 8, a un costado del Trébol. Allí fue víctima de un robo y cuenta Laura que después su familia se quedó sin dinero para comer. Alexander, que en ese momento tenía 18 años, planeó un secuestro. Todo salió mal. Aunque pidieron un rescate, la policía liberó a las víctimas y los capturó.

– Él hizo eso por no dejar a su familia desamparada, porque ni siquiera para Q1 de tortillas teníamos. Entonces me dije: yo tengo que ayudarlo porque si él hizo eso por nosotros, tengo que luchar por sacarlo de allí.

Su idea fue buscar a las víctimas del secuestro y pedirles que no lo denunciaran. La mujer relata que el amor por su esposo la llevó a pararse frente a una familia que le tenía miedo por ser la conviviente de sus secuestradores. La recibieron apuntándole la cara con un arma. “Dios mío, cúbreme con tu sangre”, oró.

Cuando estuvo frente a la otra familia, negoció un pago a cambio de que desistieran de denunciarlo. No recuerda la cantidad, pero para reunir el dinero vendió el carro de su esposo.

El hombre recuperó su libertad y vendió el local en El Guarda. Con el dinero saldó deudas y empezó a trabajar en una empresa que distribuía productos lácteos. Una vez conoció el negocio, inició su propia ruta de venta de queso, crema y leche.

– Fue creciendo, se iba levantando. Prestaba dinero y luego cobraba intereses. Se movía de un lugar a otro, yo le daba gracias a Dios, dice Laura, que poco a poco dejó de saber a qué se dedicaba su conviviente.

Su familia estaba conformada por ella, su esposo y tres niños. Sabía que tenía amantes, pero no podía cuestionar nada sin arriesgarse a ser atacada a golpes. Laura permaneció en silencio sin advertir que planes tenía Alexander.

Capítulo 3. Sandy

Sandy tenía 15 años cuando conoció a Alexander. Él tenía 22 y Laura, la esposa, tenía 29. Lo vio por primera vez en la graduación de su prima. Él se fijó en ella, la buscó y la convenció de empezar una relación a escondidas. Cuando ella tenía 18 nació la hija de ambos. Para ese momento, Sandy sabía que su pareja no era el hombre atento y amable que conoció.

Sus primeros años de relación moldearon tanto su vida que para el momento en que nació la niña, Sandy ya no salía a la calle sin permiso, había dejado de estudiar porque conocía la fuerza de los golpes de Alexander cuando estaba celoso. Se aisló. No tenía amigos ni familiares cercanos. No trabajaba porque el hombre se lo impedía. Cada semana le daba Q150 para que comprara lo que necesitaba para alimentarse y solo salía de su casa para comprar comida.

– Mi error fue haber aceptado estar con él, yo no sé qué le pasó. Él no era el monstruo que ahora conozco.

La voz de Sandy tiembla mientras habla. Sus ojos pasan de estar húmedos y rojos, a estallar en gruesas lágrimas que se limpia con la blusa gastada que trae puesta. El tiempo de Dios es perfecto, se alcanza a leer en su brazo. Es un tatuaje, una marca de Alexander de la que más tarde hablará.

– Yo no le puedo decir que era una patoja santa, porque no es así. Uno tiene que ser sincero y así fue, pero aunque me duelan los errores que cometí, no sabía que por eso me iban a condenar de esta manera, dice y se culpa.

Todo lo que Sandy repite es lo que el hombre le gritó por años para maltratarla.

Al principio de la relación, Polanco no era tan violento, dice Sandy. “Llegaba a la casa después de trabajar, decía malas palabras y todo pero hasta allí”.

El primer golpe fue una cachetada por celos.

Antes de eso eran gritos y peleas que Sandy consideraba ‘normales’. Que Alexander le prohibiera cosas no era extraño para ella. No se podía poner una blusa que a él no le gustara. Él decidía qué maquillaje usaría y en qué cantidad. Si algo en su aspecto no le gustaba la llamaba perra, puta, prostituta. Tampoco la dejaba trabajar, ni tener contacto con otros hombres.

– Yo nunca me atreví a dejarlo. Tal vez allí empezó mi miedo y yo no lo reconocía como miedo.

Durante cinco años vivió encerrada en su propia casa. Ella tenía llaves para salir, pero temía desobedecerle y se sentía sola sin un familiar al que acudir. Cuando la veía llorar el hombre le reclamaba que debía estar feliz y agradecida por lo que él le daba.

Sandy sabía que Alexander estaba casado y que tenía dos hijos más. El 1 de octubre del 2000, el día del Niño, su hija conocería a sus medios hermanos. Aunque no fue a esa reunión, Sandy estaba nerviosa por su hija, esperaba que se llevara bien con los niños de la esposa de su pareja; no dejaba de sentirse incómoda y no lo podía expresar. Cuando regresaron, Alexander le contó que los niños se habían portado bien. La segunda parte de la conversación la dejó helada. Allí cambió su vida, y Sandy no pudo oponerse o decir algo para evitarlo.

Capítulo 4. Jenny

Jenny empezó a estudiar gastronomía. Por sus horarios no podía trabajar a tiempo completo, así que le pidió a su abuela que la dejara trabajar en su tienda de productos lácteos. Entre las decenas de clientes apareció Alexander Polanco, que también vendía quesos, leche y crema por el lugar. Ella lo veía como un rutero más. En cada visita se fue ganando la confianza de Jenny y la de sus hermanos. Una tarde salieron todos juntos.

– Allí me empezó a cortejar, como cualquier otro hombre.

Iniciaron una relación a escondidas porque la familia de Jenny sabía que era casado. Meses después supo que estaba embarazada. A ella también le cuestionó si el niño era de él.

Al poco tiempo, Jenny se mudó a una casa en las cercanías del estadio Doroteo Guamuch en la céntrica zona 5 de la Ciudad de Guatemala. No abandonó sus estudios de gastronomía, aunque Alexander ya empezaba a reclamarle, a celarla y exigirle que no saliera de su casa.

– Me desesperé porque no podía salir ni a la tienda. A los pocos días de vivir juntos me dijo, mirá, aquí tenés huevos, leche, pan, todo lo que necesitás; no podés salir a la tienda. A menos que necesités algo así de muy muy muy urgente podés salir, de lo contrario, no.

Era una orden. Jenny se asustó, sabía que eso no era normal. Al contar con el apoyo de su familia lo dejó. Él la buscó y la convenció de volver.

Jenny regresó y antes que naciera su bebé, llegó el primer golpe. Iban en el carro cuando pasaron por el mercado de la colonia donde ella creció. Estaban bromeando y ella volteó a ver al callejón donde vivía uno de sus amigos. Alexander le reclamó:

– ¿Qué estás viendo? ¿A tu casero (amante)? ¿Te gusta?

Ella, sorprendida y asustada le respondió, que no, que no lo había hecho con maldad.

Ese día le pegó dos cachetadas. Fue la primera vez que lo hizo.

– Me puse a llorar y me quedé así (abre mucho los ojos), pero a mí me pareció tan normal, que en el momento, seguí… seguí con él.

Recuerda sorprendida de su propia respuesta. Le pareció normal porque creyó que él tenía la razón, que ella había cometido un error.

– No, mi amor, disculpame, yo no te quería pegar, pero no me hagás enojar, le dijo Alexander minutos después, mientras le acariciaba el rostro.

Lágrimas gruesas pasan por sus pecas y caen en sus brazos heridos y llenos de tatuajes.

Alexander también le prohibió que se comunicara con su familia. Cuando lo desobedecía, la castigaba, la encerraba, la dejaba sin dinero y sin comida. Durante ese tiempo nació su hijo, el primero de Jenny, el cuarto de Alexander con las tres mujeres.

En total son siete niños y niñas. Cuatro de Laura, uno de Sandy y dos de Jenny.

En dos ocasiones más, Jenny regresó a la casa de su familia porque se desesperaba del encierro y el abuso. Pero siempre regresó ante las promesas de Alexander. Para ella era cada vez más difícil evitar su manipulación. El miedo crecía y no podía contradecirlo.

Pasó ocho meses en esa casa hasta que una noche el hombre regresó para darle una noticia.

– Tengo otra mujer.
– ¿Cómo así?

– Sí, tengo otra mujer.
– ¿Aparte de tu esposa y a parte de mí, tenés otra mujer?

– Sí, son tres mujeres las que yo tengo. Y vamos a vivir todos juntos.

Capítulo 5. El infierno de las tres quedaba en una casa en Mixco

Alexander Polanco llevó a las tres mujeres a vivir con él. Nunca les preguntó si querían. Logró controlar tanto sus vidas, que Laura, Jenny y Sandy no podían cuestionar ninguna de sus órdenes. No tenían permiso para dudar de él, para contradecirlo, ni siquiera para llorar.

Después de presentar a los niños en salidas a comer, llevó a Sandy, su segunda relación, a almorzar con él y con su esposa.

Sandy lo recuerda así:

– Ese día fue muy raro, la verdad. Ella (Laura, su esposa) sabía que yo andaba con él. Ese día se me quedó viendo muy seria. La verdad ni cruzamos palabras, a veces solo nos quedábamos viendo. No hablamos mucho, solo lo escuchábamos a él.

Meses después, un 20 de octubre de ese 2010, hubo otro ‘almuerzo familiar’, en la casa de Alexander en Mixco.

– Ese día me dijo que me quedara allí con ellos. Lo dijo enfrente de su esposa. Fue como un balde de agua fría para ella porque ese día si lloró mucho, yo me acuerdo bien.

Lo que Alexander decía era lo que se hacía.

Sandy se quedó. Pensó que tendría una habitación propia o al menos un espacio para ella y su hija, pero cuando llegó la noche el hombre la llamó a la habitación principal de la casa, donde dormía con su esposa.

– Llorábamos mucho porque no era algo normal lo que vivíamos, pero no le podíamos decir no.

Esa día Sandy y Laura hablaron por primera vez. Esa noche durmieron en la misma cama, con el hombre dictándoles lo que debían hacer.

– Sentía que me estaban violando y no podía hacer nada.

Laura llora mientras recuerda la lengua de Sandy recorriendo su cuerpo por órdenes del hombre con el que se casó.

Había silencio en la habitación.

Sandy no lloró porque no tenía derecho a hacerlo. Alexander le decía que tenía que ser agradecida porque sin él no tendría a nadie más en la vida. Jugaba con su mente, las confundía y les hacía creer que todo era normal, que cualquier familia podría vivir así.

Y allí, esa noche, comenzó el miedo, el miedo profundo contra su pareja.

– Ese día no nos llevamos bien y nos pegó a las dos. Nos hincó en la cama y nos pegó en la espalda; nos dijo que teníamos que empezar a llevarnos bien porque esa iba a ser la vida que llevaríamos de ese momento en adelante.

Durante la entrevista nos enseñan las cicatrices más visibles. Con el dedo índice se señalan los lugares desde donde vieron salir su sangre. Su cuerpo es un mapa de golpes y su memoria tiene las coordenadas de cada morete que desapareció, cada herida que sanó, cada llaga que se infectó.

La violencia no fue sólo física. También psicológica, emocional y espiritual.

– Vos no podés tener a Dios en tu corazón porque Dios no mora en el corazón de mujeres que no son puras. ¿Cómo Dios te va a querer si sos una mujer impura? Dios no te ama, les repetía. Les decía que no tenían perdón.

Las tres mujeres eran religiosas.

Con Jenny, utilizó la misma estrategia para llevarla a vivir Laura y Sandy. Llevó a su hijo a presentárselo a su esposa y cuando volvió, le dijo que se alistara porque irían a comer juntos.

– Mirá, te presento a mi esposa, ellos son mis hijos con ella. Ella es mi otra mujer y su hija. Quedate aquí solo hoy en la noche, mañana te vas a regresar a tu casa.
– ¿Mañana en la mañana? ¿Estás seguro?, le preguntó Jenny.
– Sí.

Pero no pudo salir. La amenazó con quitarle a su hijo.

Así las tuvo a las tres en la misma casa, donde se turnaba para dormir con ellas. A veces las obligaba a tener sexo juntas.

Capítulo 6. “Si así fue con Cristina Siekavizza…”

El instrumento que Alexander más utilizaba para golpear a su familia era un alambre al que llamaba el verdugo. Si alguien cometía ‘un error’, ese sería el castigo. También amezaba a las mujeres y los niños con construir un cuarto de tortura. ‘Para que así sí se portaran bien’. Golpeaba a las mujeres y golpeaba a los niños. Para evitarlo, las mujeres debían golpear a los niños de la forma que él quisiera. “Decía que tal vez si nos torturaba nos portaríamos bien”, relata una de las mujeres.

Una de ella relata que su hijo pequeño era el más inquieto. Para corregirlo, Alexander lo sentaba en una silla y no le permitía bajarse hasta que él lo permitiera. “Si se orinaba o se hacía popó, yo no lo podía mover”. Pasaba todo el día allí, sentado, lleno de excremento.

La hija de Sandy tiene 10 años ahora y escucha una parte de lo que las tres mujeres han relatado hasta ahora para este reportaje. Peor aún. Lleva 10 años viviéndolo.

Ve a su madre llorar, la consuela y con una mano acaricia su espalda y con la otra toca el brazo de su hermano.

– Cuando mi mamá se ponía triste porque mi papá la regañaba, le pegaba, yo solo le decía que no le hiciera caso porque de todos modos íbamos a cambiar nuestras vidas. Que no le diera importancia, que en lugar de estar llorando que debería de estar orando para que todo se acabe. Yo le decía eso para que ella no sufriera más, porque ella en realidad era a la que más le pegaba, con la que más hacía cosas, y yo que soy su única hija me daba tristeza, aparte que solo con ella remataba, me daba tristeza.

La niña abraza a su mamá y trata de contener las lágrimas. Las dos lloran.

Laura vivió 20 años con él; Sandy, 11 y Jenny, 7. Durante el tiempo que vivieron en la misma casa las obligaba a drogarse. Él consumía marihuana porque lo calmaba; eso les decía. Ellas le preparaban los cigarros y debían acompañarlo y consumir con él marihuana y cocaína.

Por temporadas les prohibía que se hablaran entre ellas porque creía que conspiraban en su contra. Tampoco las dejaba usar celular o tener redes sociales. Controlaba qué comían y si consideraba que estaban muy delgadas las obligaba a comer barras de mantequilla con frijol y aceite en el desayuno, almuerzo y cena. Jenny era delgada y se obsesionó con que subiera de peso. Por eso hasta controlaba las veces que iba al baño.

La tortura era abarcadora. Las amenazaba con desaparecerlas.

– Si Cristina Siekavizza desapareció, ¿por qué ustedes no?

Un día le pegó tan fuerte a Laura, la esposa, que la dejó inconsciente. Llamó a Sandy y a Jenny y les ordenó que la despertaran. Ellas buscaron alcohol para reanimarla, temían que estuviera muerta.

– Que la despertés, me dijo y me empezó a patear. Laura despertó. Nos paró y me dijo: ‘Si yo soy capaz de hacer eso con alguien, no te imaginás lo que puedo hacer con estos dos dedos’.

Alexander los presionaba contra sus ojos y le gritaba: ‘Sin ojos te voy a dejar. Feliz cumpleaños’.

Era el cumpleaños de Sandy.

Ese día almorzarían cerviche. Jenny, que estudió gastronomía, era la encargada de la cocina. Todo tenía que quedar exactamente como a Alexander le gustaba. Mientras les servía la comida a todos, el hombre tomó el cuchillo y le pidió a Jenny que extendiera la mano. Jugó a la suerte con la punta del cuchillo y sus dedos y le dijo a Sandy:

– Si yo te digo en este momento que le tenés que arrancar un dedo, se lo tenés que arrancar. Porque si no yo te lo voy a arrancar a vos.

Alexander las torturaba y golpeaba con todo lo que podía. Desde armas hasta hacerlas tragar tazas de azúcar y sal con cerveza. Todo mientras la música sonaba a todo volumen para que los niños no escucharan lo que estaba pasando. Los tres pequeños no eran lo suficientemente ingenuos y el más grande de los hijos trataba de distraerlos para que no siguieran viendo. “El más grande decía no miren, no miren, no miren, volteénse para otro lado”.

Capítulo 7. Los tatuajes

Los golpes físicos y psicológicos que Alexander Polanco les propinó a las tres mujeres, a Laura, Sandy y Jenny, no fueron suficientes. Quería que todo el mundo supiera que eran de su propiedad.

Les obligó a tatuarse en el mismo lugar del mismo brazo con letras mayúsculas Alex, te amo. Una de las tres tiene estrellas en la parte exterior del brazo derecho para borrar las cicatrices de sus golpizas.

Otra tiene tatuado el nombre de Alexander en el glúteo derecho, otra tiene escrita la palabra Mi amor y la otra Mi cielo. Dos de ellas tienen el rostro de un león en el brazo derecho. El tatuaje del animal fue en homenaje a una cuarta mujer, una de la que Alexander se enamoró y que trató de llevar a vivir con él pero no pudo.

Empezó a tatuarlas como ‘castigo’ después de la primera vez que trataron de escapar.

La relación entre las tres cambió. El dolor, la violencia y la convivencia hizo que se apoyaran, que se cuidaran, que se escucharan, que lloraran juntas. Entre ellas se curaban los golpes, se apoyaron cuando nacían sus cuatro hijos, se animaban cuando el futuro no parecía ser más que una vida con sangre y miedo.

Capítulo 8. La justicia lenta

La vida de Laura, Sandy y Jenny cambió en diciembre del año pasado, hace seis meses. Después de ese domingo en el que Alexander le pegó a su primogénito porque creía que estaba llegando tarde a su casa, el hijo mayor se escapó y las tres mujeres lo siguieron con sus otros cinco hijos hasta que encontraron una zanja para esconderse.

Ahora esperan la respuesta de las autoridades y de los jueces. Presentaron la denuncia en contra de Polanco en diciembre y desde entonces se están escondiendo.

La Procuraduría General de la Nación abrió un expediente para revisar la situación de los niños y está investigando el contexto en el que vivían.

El Ministerio Público trabaja en el caso, pero a una velocidad escasísima. El caso lleva seis meses en fase de investigación por la Fiscalía de la Mujer. Desde hace un mes Alexander Polanco tiene orden de captura por violencia contra la mujer en su forma psicológica, física y sexual. Esos delitos tienen pena mínima de cárcel y podría evitarla si un juez le ordena arresto domiciliario. Pero desde hace un mes está prófugo.

Tras escuchar la historia de las tres mujeres que piden justicia, el delito de violencia contra la mujer sería mínimo para Polanco, pues se excluye el entorno de violencia sistemática en el que vivió la familia.

La fiscal general y jefa del Ministerio Público (MP), Thelma Aldana, empezó a tomar cartas en el asunto. Dijo que la investigación buscará probar que las tres mujeres fueron víctimas de no sólo de violencia en general sino de esclavitud sexual y tortura.

– La violencia contra la mujer es un delito, pero violentar a tres mujeres en la misma casa, obligándolas a pasar hechos que menoscaban su dignidad como mujeres, como madres, y someterlas a una esclavitud sexual, humana, es una forma de tortura sin ninguna duda, dijo para este reportaje.

Además señaló que el caso refleja cómo la mujer guatemalteca puede estar sometida a un sistema de esclavitud sexual y sufrir todas las formas de violencia.

– El hecho de subordinar a la mujer, a tal grado de que tres personas, tres mujeres estaban sometidas al mismo hombre a la fuerza, ellas y sus hijos; con una dependencia psicológica, económica y la violencia en todas sus manifestaciones.

Paula Barrios, directora de la oenegé Mujeres Transformando el Mundo, explicó que este proceso es paradigmático ya que no se denuncia un hecho aislado de violencia, sino una vida de malos tratos durante 20, 11 y 7 años. Por ello resalta la importancia de que el Ministerio Público tome en cuenta el contexto en el Alexander Polaco sometió y agredió a las mujeres.

– Sufrieron violencia sistemática, eran obligadas a sostener relaciones sexuales de diferente manera, vivieron un sometimiento sexual y por consecuencia sus hijos vivían en un encierro, donde sufrieron tortura y tratos crueles, cuestiona Paula Barrios.

Actualmente toda la familia se encuentra a la espera de una respuesta de la justicia que le garantice su integridad física para que puedan recuperar su libertad y continúen con su vida de forma independiente.

Nómada intentó conversar con Jorge Herrera, abogado defensor de Alexander Polanco, pero no atendió las llamadas ni los mensajes de voz hechos desde el teléfono de Nómada. Tiene las puertas abiertas para compartir la versión de su cliente para este reportaje. Jorge Herrera es el mismo defensor de Roberto Barreda, principal sospechoso de la desaparición de Cristina Siekavizza.

Alexander Polanco, el acusado de la esclavitud de estas tres mujeres y cuatro niños, está prófugo desde hace un mes. Las tres mujeres, Laura, Jenny y Sandy, ya dieron los primeros dos pasos para recuperar su libertad: escapar de la casa del hombre y contarlo a la sociedad por medio de este reportaje. Su historia y la de sus hijos, de momento, tiene un rayo de luz al final. La velocidad con la que actúe la justicia determinará si podrán ser libres de nuevo.

Via Nómada

Prensa Comunitaria hace visible el trabajo de siete periodistas que abordan el fenómeno de la violencia contra la mujer. Con la finalidad de apoyar la amplificación de está temática, compartiremos 24 piezas periodísticas publicadas en el medio digital Nómada.

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