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Créditos: Luis De León.
Tiempo de lectura: 11 minutos

Por Lucrecia Molina Theissen

A Tula, Mayarí e Ixbalan en un aniversario más de la desaparición forzada de su amado esposo y padre el 15 de mayo de 1984

De mi prehistoria personal atesoro el privilegio enorme de haber conocido a Luis de León, el maestro de escuela. En 1973 había participado en el movimiento huelguístico del magisterio, por lo que la organización política en la que por entonces militaba, por medio de Emilio, me delegó la tarea de acercarme al Frente Nacional Magisterial (FNM) y, de ser posible, incorporarme a su equipo. Era 1975, era muy joven y quería cambiar el mundo, una convicción que se enraizó profundamente en mí tras lo vivido y que encuentra miles de motivos para hacerse más fuerte día a día.

Una tarde de principios de ese año, un enero frío de cielos estrellados, sin nubes, dirigí mis pasos a la Casa del Maestro, la misma que está en la 4ª. avenida entre 5ª. y 6ª. calles de la zona 1, que albergaba a varias organizaciones magisteriales. Además del FNM, allí se alojaban el Colegio de Maestros, la Coordinadora Nacional de Claustros de Educación Media y dos agrupaciones de docentes de escuelas nocturnas y de párvulos. El Frente ocupaba el segundo piso de la parte que da hacia la avenida, a dónde se subía por una endeble escalera de cemento hechiza, como se dice de las cosas mal hechas.

Traspasé su vetusta entrada, un portón de madera formado por cuatro hojas, y allí estaban Luis y Mirta, sentados en una grada, muy cerquita del suelo. Fue la primera vez que vi su figura entrañable: el suéter negro, eternamente sobrepuesto sobre su espalda, con las mangas hacia adelante cruzadas sobre los hombros; su pelo también negro, liso, abundante, coronando su cabeza; los anteojos de gruesa montura y su sonora carcajada, contagiosa. Luis se reía con todo el cuerpo, entornando los ojos.

Esa noche me incorporé al reducido grupo del Frente Nacional Magisterial conformado por cinco o seis gatos y gatas: Álvaro, Luis, Mirta, Nery, Elsita y yo. Éramos el rescoldo de la hoguera del 73, el sonido del trueno que nos queda vibrando en los oídos. El FNM era una instancia gremial desestructurada, informal e ilegal –la Constitución prohibía la organización del funcionariado público- conformada durante la huelga del 73, que había movilizado a decenas de miles de maestros/as de primaria a lo largo y ancho del país. Ese fue el preludio del repunte del movimiento popular y sindical tras varios años de desmovilización ocasionada por la violencia terrorista estatal de los sesentas. Este grupúsculo, como les encantaba denominarnos a los detractores de variopintos pelajes derechosos, pretendía representar al magisterio del departamento, pero también fungía como tal en el nivel nacional a falta de otra entidad. Así, insignificante como parecía ser, no fueron pocos los dolores de cabeza que el FNM les ocasionó a los ministros de educación de turno, como a nuestra vez nos encantaba decirles, con las huelgas emprendidas entre el 73 y el 78 y las críticas y protestas que les hacíamos llover sobre sus medidas antipopulares. Para disputarle terreno, el gobierno creó la Unión Magisterial Guatemalteca.

Nos reuníamos los sábados en sesiones formales de trabajo para planificar actividades diversas, como asambleas, festejos, manifestaciones y entierros, o el análisis de alguna disposición ministerial de política educativa o que afectaba al gremio. Entre los sepelios recuerdo el del profesor Luis Ernesto de la Rosa Barrera, asesinado en 1976; y el de Andrés Gilberto Cuxil, lúcido dirigente de la huelga del 73, que falleció de leucemia. También determinábamos contenidos y representaciones en las entrevistas con autoridades gubernamentales, entre ellas Donaldo Álvarez Ruiz y el militar Leonel Vassaux Martínez, que fue ministro de la Defensa de Kjell Laugerud (1974-1978), en cuya oficina me sentí como en ese acto de circo donde alguien mete la cabeza en la boca del león.

A Donaldo lo vimos varias veces. El rechoncho abogado -apodado “Coche” (chancho, cerdo), un hombre perversamente astuto, prófugo por sus crímenes desde hace varios años- fue presidente del Congreso y ministro de gobernación durante los gobiernos militares fascistas de Laugerud y Romeo Lucas (1978-1982). Esa fue otra larga y estéril discusión en el movimiento popular y revolucionario, ¿eran o no fascistas?

Recuerdo particularmente una ocasión. En 1976, en Retalhuleu, el maestro José Víctor Yancor Rivera fue asesinado en la puerta de la escuela, frente al alumnado. Tono, dirigente magisterial de este departamento suroccidental, se refugió en la capital; estaba seguro de que esas balas iban dirigidas a él y que los criminales volverían a corregir su error.

En el FNM decidimos denunciar ambos hechos, el asesinato del profesor Yancor y las amenazas contra Tono, por lo que, entre otras acciones, solicitamos una entrevista a Álvarez Ruiz. Y henos allí, un trío de ingenuos docentes en el Palacio Nacional, Luis uno de ellos, metidos en el despacho de uno de los hombres más poderosos del régimen. Luego de las presentaciones y explicaciones del caso, con argumentos como la obligación constitucional de proteger y salvaguardar la vida de la ciudadanía, el ministro se despachó con una respuesta alucinante que se quedó grabada en mi memoria; como se verá, en ese tiempo no se empleaba el lenguaje políticamente correcto de ahora.

“Y ustedes, ¿qué creen? ¿Qué puedo ponerle un policía a todos los que temen por su vida? Solo tengo doce mil policías y somos millones de guatemaltecos. Además, no creo que a usted le gustaría que un policía lo siga a todas partes, ¿verdad?

Nosotros, apabullados, movimos la cabeza, negando.

“Por supuesto que no le gustaría”.

Y se dirigió a Tono: “¿A usté le sale barba, tiene bigote?” Tono calladamente asintió. “Cambie de aspecto, déjese la barba y el bigote para despistar, córtese el pelo de otro modo. Cambie su rutina, no duerma todas las noches en la misma casa, use diferentes rutas. Que sus amigos vigilen que no lo estén siguiendo…”

Mientras tratábamos de mantener la mandíbula inferior en su sitio, Álvarez Ruiz siguió diciéndonos “Yo lo entiendo, también me tengo que cuidar. El Mico Sandoval[i] me quiere matar, a mí también me gustaría matarlo, pero para hacerlo tendría que echarse a todos mis guardaespaldas, igual yo a los suyos. Pero usted, no tiene guardaespaldas…”

A esas alturas del “diálogo”, los tres –perplejos- nos estábamos poniendo de pie, dándole las gracias por su tiempo, caminando hacia afuera tratando de actuar despreocupadamente. Salimos de la oficina palaciega más corriendo que andando. La calle estaba oscura, había anochecido. Caminamos en silencio durante varios minutos. Al final, seguramente comentamos algo con palabras como cinismo, descaro, desparpajo. No sabíamos si reír o llorar.

No mataron a Tono, se quedó un buen tiempo en la capital y luego le perdí la pista. Vivió aún muchos años y murió de muerte natural, siendo aún joven, según supe después.

En una de las oficinas de la Casa del Maestro había un mimeógrafo del Colegio de Maestros, que dirigía el profesor Roberto Cabrera Guzmán. Era el que usábamos a escondidas Luis y yo para imprimir “mosquitos”, que no eran otra cosa que los volantes que repartíamos en la Tesorería los días de pago, cuando acudían cientos de docentes a recoger sus cheques; también los boletines y comunicados que repartíamos en las escuelas y en los medios radiofónicos y escritos; y una hoja impresa por ambos lados titulada “Durmiendo al sueño”. El nombre lo inventó Luis y lamentablemente no recuerdo cuál fue su explicación para algo tan inútil como dormir al sueño. En fin, lo que contenía nuestro modestísimo medio eran notas de no más de diez renglones en las que se comentaba sobre política educativa y se denunciaba la situación de la educación; también se incluían noticias sobre el movimiento de los trabajadores/as en otros países de la región, expresando solidaridad, y brevísimas creaciones literarias del Maestro. Ambos redactábamos las notas y a mí me tocaba “picar” los esténciles en una maquinota de escribir Olivetti, de mi papá.

Con la prepotencia de las edades jóvenes, esta que recuerda y escribe confiesa con pena que “corregía” las notas de Luis. Él, al enterarse por mí de mi osadía, solo dijo “está bueno, patoja”. Después se me cayó la cara de vergüenza cuando me enteré que estaba cometiendo un delito de leso poeta, escritor y novelista, ganador de los Juegos Florales de Quetzaltenango de 1972 con su novela “El tiempo principia en Xibalbá”. Encogida, me disculpé con él. Con una de sus sonoras carcajadas le oí decir “no te preocupés, patoja”, con lo cual me dio una lección de modestia y humildad que nunca olvidé.

Con un poco más de plata, porque todo salía de nuestros precarios bolsillos y de las contribuciones de unos pocos fieles maestros/as al Frente, publicamos algunos números impresos de un periódico que, si no recuerdo mal, llevaba el original nombre de FNM. Entre los artículos que preparamos, hubo uno sobre el 25 de junio de 1944 que escribí con base en las noticias de la prensa de la época, la que consulté en el Archivo General de Centroamérica.

Compas solidarios, en 1976 – 77 trabajamos codo a codo en “Unidad”, el periódico del Comité Nacional de Unidad Sindical, instancia de cuya Comisión de Organización éramos miembros, delegados por el Frente, hasta que nos echó un ex abogado laboralista que ahora es defensor de Ríos Montt. También del 75 al 77 fuimos parte del equipo de redacción del programa “La Voz del Magisterio”, una radiorrevista que se transmitía los domingos a las 9 pm por la radio Nuevo Mundo, de dónde también tuvimos que salir debido a la “lucha ideológica” y a la “democrática” decisión de la mayoría.

Después de haber sido expulsados Luis y yo del FNM y del CNUS en 1977, con Maco Blanco, muerto en el exilio un 1º. de octubre de 1980, formamos un grupo de estudio sobre los problemas educativos del país y el papel y demandas del magisterio. Además de nosotros lo integraban Marta G., Julio y Sergio. En ese esfuerzo, fuimos apoyados por el querido profesor Carlos González Orellana y expertos/as internacionales de la UNESCO. Desde esa trinchera, continuamos con nuestra labor difundiendo un programa de lucha gremial que recogía demandas educativas y laborales.

Fue entonces, después de una larga discusión sobre estos asuntos, que Luis transformó el lema del FNM, “El maestro no es un apóstol, es un trabajador” en “El maestro es un apóstol y es un trabajador”. De esa manera, resumió la responsabilidad del magisterio en la formación ciudadana y en la construcción de una educación liberadora con la que soñábamos y su derecho al goce de garantías laborales.

Por ese tiempo, pudo haber sido en 1979, Luis recibió una misteriosa invitación –misteriosa para mí, porque nunca supe de dónde provenía- para un encuentro magisterial en algún país de África. Se fue, volvió, y aparte de las discusiones interesantes, me contó que lo que más le había asombrado era la forma de comer (“todos metíamos las manos en el trasto de la comida”). En su paso por Nueva York, donde le tocó hacer escala, estaba aburrido y talvez temeroso de poner un pie en la calle, cuando se le acercó un empleado de la limpieza y le preguntó “¿usté es guatemalteco?”; ante su respuesta, inquirió “¿quién ganó el campeonato? ¿Los rojos o Cobán Imperial? Esto último lo relataba entre grandes carcajadas y, sorprendido, hablaba sobre la increíble coincidencia de que el muchacho no solo era guatemalteco, sino que había estudiado en la escuela Clemente Chavarría, donde él daba clases. El compatriota resultó ser un excelente guía y anfitrión, lo sacó del aeropuerto y se lo llevó a conocer la ciudad. Muchos años después, en un viaje en el que hice escala en un aeropuerto gringo, me atreví a preguntarle a un joven si podía acompañarlo a hacer compras; increíblemente, era chapín, de la zona 8 y había estudiado en esa misma escuela…

Pese a la diferencia de edades, quince años, Luis y yo nos hicimos amigos. Lo respeté y lo quise tanto que cuando pensaba que un día de aquellos seguramente nos iban a matar, me decía a mí misma que su muerte iba a dolerme mucho. Un día, conocí a su familia: Tula, su esposa, la inspiradora de su poesía amorosa; y a sus niños, Mayarí y Luis Ixbalanqué, ahora adultos. Visité su casa y me prestó sus libros. Ambos compartíamos el amor por las letras y por la docencia. Con él y por él conocí la obra de Miguel Hernández, César Vallejo, Luis Alfredo Arango, Francisco Morales Santos, Mario Roberto Morales, Juan Rulfo, José Luis Villatoro, Marco Antonio Flores y otros escritores de aquí y de allá.

Generoso, compartía conmigo sus formas de enseñar a disfrutar de la lectura y a escribir a sus pequeños alumnos de la escuela Clemente Chavarría de la zona 8, donde trabajó después de estar en el Sur, en Escuintla, y en una aldea cercana a la capital, Las Escobas, “donde el viento era tan fuerte que era capaz de levantarte del suelo y llevarte muy lejos”. Producto de sus enseñanzas fue mi breve experiencia con mis propios alumnos/as, de donde salió en el 79 “El cuento de Camilo”.

En nuestras muchísimas conversaciones de camioneta –vivíamos por el mismo rumbo, el de la ruta siete- me contaba de su obra mientras yo, secretamente, soñaba con llegar a ser la heroína de alguna de sus novelas. Muchas veces me mostró los manuscritos de sus poemas, así conocí “Acerca del venado y sus cazadores”, su homenaje a Oliverio Castañeda de León tras su asesinato el 20 de octubre de 1978. Cuando la muerte llegó para quedarse entre nosotros, escribió “Epitafio” y, con una gran sonrisa, me enseñó “Acerca del poeta y sus creaciones”, en el que en cuatro breves líneas manifestaba su vocación revolucionaria; y, así, conocí muchos otros.

Años después, probablemente en 1984, fui testigo de su sufrimiento cuando su hijo, que era aún menor de edad, fue detenido porque se encontraba en la sede de la organización Amigos del Arte Escolar (AMARES), que casualmente estaba situada al lado de una casa ocupada por una organización político militar que fue destruida por el ejército.

Ese año lo vi con alguna frecuencia. Por casualidad me fui a vivir muy cerca de San José Las Rosas, de camino a El Milagro, donde estaba su casa sencilla y modesta como él, maestro pobre, la que había construido con sus propias manos. La seña era un alto arbusto de chipilín en la entrada, vestido de mariposas amarillas. Allí llegaba con mi niño de meses a compartir preocupaciones, a componer el mundo mientras el nuestro se caía a pedazos y a escuchar sus Poemas del Volcán de Fuego, leídos despacito y con voz suave, mientras tomábamos café sentados a la mesa. Al lado, mi hijo en su carruaje, adormilado por el calor de las tardes de marzo.

Luis fue quizá la última persona a la que dije adiós cuando me fui de Guatemala el 26 de marzo de ese año desgraciado. Nos juntamos una noche por la Kodak, cerca de la escuela de Pamplona y, al despedirme le pedí que, por favor, por vida suya, saliera del país. “No puedo, no tengo medios económicos para moverme ni para dejar segura a mi familia”, esa fue su respuesta desoladora. Tampoco quería dejar solos a Tula y a Ixbalan. Mayarí había volado fuera del país y su carta para ella me acompañó en la huída. Con mucha tristeza, haciéndonos los fuertes que aquí no pasa nada, nos abrazamos. Jamás lo volví a ver.

En septiembre de ese año, en un vagón del metro mexicano me encontré a Otoniel Martínez, el poeta. Mi corazón, encallecido por la muerte reiterada, apenas tuvo un sobresalto cuando le oí decir que Luis estaba desaparecido desde el 15 de mayo. Aún guardo las lágrimas que debí haber llorado cuando me enteré de su detención; esta se dio en el marco de un operativo que acabó con el intento de mantener el trabajo político en la capital, cuando las bandas militares capturaron ilegalmente y desaparecieron a varios compañeros y los arrastraron a las cárceles clandestinas.

La foto de Luis, su nombre, filiación política y los datos de su captura y posterior asesinato están en la página 33 del Diario Militar, donde alguien escribió a mano “05-06-84: 300”, el código de la muerte. Sus restos no han aparecido aún. Quién sabe con cuántos poemas fue enterrado, como si fuera cualquier cosa en una fosa clandestina en un cuartel cualquiera. Allí yace todavía al lado de quienes corrieron su misma maldita suerte, decretada por los uniformados. ¿Cabrían en esa tumba improvisada todas las hermosas palabras que anidaban en su alma? ¿Cuántos niños más hubiesen aprendido a amar los libros y las letras y cuántos muchachos y muchachas universitarias dejaron de tenerlo como profesor?

Hurgo en mi interior. Encuentro, junto con la tristeza, todos los sentimientos, el respeto, la admiración, el cariño que le tuve y le tengo al maestro, al poeta pobre y, sin embargo, dueño de una enorme riqueza espiritual. Revivo con nostalgia nuestra camaradería, él, el profesor; yo, su discípula, que sigue atesorando todas sus enseñanzas y tratando de poner en práctica la de aprender de las demás personas y de mi propia experiencia, tanto como de los textos. Gracias a Luis, pero también a Marta, a Maco, Julio y Sergio, entendí que tengo una fracción del mundo en mi cabeza, que debía compartirla y juntarla con las demás para crear, para conocer, para tejer los sueños, las canciones, y para hacerlo todo nuevo, entre eso, un mundo de justicia.

Luis de León/Luis de Lión era un ciudadano y padre de familia, un maestro; también era un poeta, novelista, cuentista y revolucionario, un comunista. Por eso lo detuvieron y lo desaparecieron, dejando a Tula y a sus jóvenes hijo e hija en una situación de total desamparo. Lo mataron los amos de la palabra estéril, falsa, letal, los decidores de mentiras, los pronunciadores de las órdenes de muerte. Los criminales de uniforme nos privaron de sus enseñanzas y de su verbo hermosamente fértil. El alfabeto quedó huérfano de este maestro de origen kakchiquel, que puso en el mapa a su pueblo, San Juan del Obispo.

No sé si verdaderamente aprendí a ser modesta a su lado, a respetar el aporte de todas las personas en el trabajo colectivo, a escuchar con respeto y atención las voces diversas y a darle a cada una el valor que merece, pero trato. De lo que sí estoy segura es de que Luis de León, el maestro, y Luis de Lión, el poeta, escritor y novelista, fueron mis guías y mentores, los formadores espirituales que me acompañan hasta el día de hoy.

Fuente: blog cartas a Marco Antonio

 

 

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