Es una celebración donde la fe, la memoria y la identidad comunitaria se entrelazan en procesiones, sabores, juegos y paisajes. En cada gesto, los pueblos reafirman que su cultura sigue viva, tejida con dignidad, creatividad y organización.
Por Wellinton Osorio
La Semana Santa se convierte en una muestra de religiosidad y sincretismo de los pueblos originarios. En 2025, no ha sido la excepción, las tradiciones y costumbres de cada territorio se llevaron a cabo con fe y devoción realizando dinámicas ancestrales que recuerdan todas las expresiones culturales de resistencia en las que se involucra arte, música y gastronomía.
Expresiones de espiritualidad
Al caer la noche del Viernes Santo en Santiago Atitlán, Sololá, tras la solemne procesión católica, otro cortejo singular toma las calles. Es el recorrido del abuelo Rilaj Mam, una figura venerada por el pueblo maya Tz’utujil. Cada año, cofrades cargan con respeto la imagen del Rilaj Mam, que acompaña la procesión del santo entierro, acompañados por música de chirimía y tambores.
Se trata de “una procesión única que fusiona espiritualidad maya y tradición católica en Guatemala”. La presencia del abuelo Rilaj Mam, un ser mitad santo, mitad ancestro maya, caminando junto a las imágenes de Cristo y la Virgen, “revela la profundidad del sincretismo y la fuerza viva de la espiritualidad maya”. En esta mezcla de rezos en castellano y Tz’utujil, incienso católico y ofrendas de pom (resina sagrada maya), la población vive su fe integrando creencias antiguas y nuevas en un mismo acto de devoción.
Recorrido del abuelo Rilaj Mam “Maximón” en Santiago Atitlán, #Sololá
Cada Viernes Santo, tras la salida del Señor Sepultado, inicia una procesión única que fusiona espiritualidad maya y tradición católica en Guatemala. #LaOtraSemanaSanta 🟣
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— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 19, 2025
En otros rincones del país, las expresiones de fe también adoptan formas propias, íntimamente ligadas a la identidad indígena. La feligresía del pueblo Xinka de Alzatate, Jalapa, por ejemplo, recorre las calles en el tradicional Viacrucis de Viernes Santo como “una manifestación de espiritualidad y memoria colectiva” que se despliega en su territorio ancestral.
Hombres y mujeres indígenas Xinka cargan cruces y estandartes, conectando la Pasión de Cristo con la historia de su pueblo y sus antepasados. De forma similar, en aldeas maya K’iche’ como Chupol, Chichicastenango, la procesión de Viernes Santo está envuelta en aromas de copal e incienso; avanzando entre rezos y música sacra. “La comunidad acompañó con respeto y recogimiento este momento sagrado. Una manifestación viva de fe que une generaciones y mantiene viva nuestra identidad”. Cada generación hereda de la anterior no solo las imágenes y rituales, sino también esa mezcla única de creencias cristianas con cosmovisión maya.
La feligresía de la parroquia San Raymundo de Peñafort, en el pueblo Xinka de Alzatate, #Jalapa, participó en el tradicional Viacrucis de Viernes Santo.
Una manifestación de espiritualidad y memoria colectiva que recorre las calles de este territorio ancestral.… pic.twitter.com/CzLMpIeG5Z
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 18, 2025
Estas expresiones sincréticas muestran que la espiritualidad popular en Guatemala trasciende los templos católicos. En las cofradías y mayordomías, guardianas de símbolos como el Rilaj Mam o la Santa Cruz, pervive un diálogo entre el catolicismo traído durante la colonia y las prácticas espirituales originarias.
La Otra Semana Santa en los pueblos se vive con cruces de madera adornadas de tecomates y mazorcas, con velas y fuego en la tierra, con rezadores que invocan tanto a Jesús como a las montañas. Es una muestra de fe propia, tejida con hilos mestizos e indígenas, donde lo sagrado adopta rostros locales.
En cada pueblo, la Semana Santa se resignifica, no es solo la conmemoración de la pasión de Cristo, sino también un espacio para honrar a los abuelos y abuelas espirituales de la comunidad, afirmando un sincretismo que ha echado raíces firmes en la cultura popular.
La procesión del Señor Sepultado por las cofradías de Santiago Atitlán, #Sololá comenzó su recorrido esta tarde por las calles del municipio.
Los devotos comunitarios cargan en hombros el anda y hacen los honores vistiendo su traje regional.#SemanaSanta2025 ✝️
📸Alex PV pic.twitter.com/QP7V8eb4PL
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 18, 2025
Procesiones y cortejos con fuerte identidad local
Al amanecer del Domingo de Resurrección en Sayaxché, Petén, decenas de personas se congregan frente a la pequeña parroquia de San Antonio de Padua. La imagen de Jesús Resucitado sale en andas y comienza a recorrer las calles polvorientas del pueblo. No es un desfile silente: durante el trayecto se escuchan cantos en Q’eqchi’ y español, cohetes artesanales, sonajas de mano. Son expresiones simbólicas que “mezclan identidad local con herencias antiguas”.
Jóvenes con vestimenta maya tradicional caminan junto a otros cargadores de atuendo occidental; algunas mujeres llevan cortes y güipiles, otras visten de luto católico.
El pueblo entero acompaña. Estas procesiones, más allá de su carácter religioso, permiten observar dinámicas de organización social, participación vecinal y apropiación del espacio público: cada barrio aporta una cuadrilla de cargadores, cada familia adornó su fachada y todos se unen tras la cruz procesional.
Al finalizar el recorrido en el barrio El Centro, la comunidad siente que ha cumplido no solo con un rito católico, sino con un acto de afirmación colectiva. Sayaxché, como otras comunidades de Petén, mantiene vivas estas expresiones colectivas que entrelazan la historia, la fe y la vida cotidiana en los territorios.
Procesión recorre calles de Sayaxché como parte del cierre de Semana Santa
La imagen de Jesús Resucitado fue acompañada por decenas de personas en una caminata organizada por la parroquia San Antonio de Padua. El recorrido atravesó las principales calles del área urbana de… pic.twitter.com/ExhC2lJKgK
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 20, 2025
De norte a sur, la Semana Santa adquiere los colores y acentos de cada localidad. En San Juan Comalapa, pueblo Kaqchikel de Chimaltenango, el Miércoles Santo por la tarde las calles se llenan de un particular sonido marcial: es la Centuria Romana, soldados centenarios de cascos dorados y capas rojas, personajes heredados de la tradición local.
Ellos encabezan el cortejo procesional de Jesús Nazareno de la Misericordia, custodiando el anda con disciplina castrense. A sus pies, las alfombras de aserrín elaboradas por vecinos agregan belleza y significado. “Las alfombras elaboradas por vecinos acompañaron el paso solemne de la centenaria Centuria Romana, en una de las tradiciones más representativas de Chimaltenango”, relata un corresponsal local de Prensa Comunitaria.
En efecto, San Juan Comalapa ha hecho de sus soldados romanos, conocidos cariñosamente como los “judíos” en el pueblo, una insignia cultural. Son familias enteras las que integran este grupo: padres e hijos que por generaciones han sido romanos o judíos en la procesión, cosiendo sus trajes a mano y ensayando pasos al son de tambores. La identidad Kaqchikel se entreteje aquí con la imaginería católica para producir un espectáculo único, sentido con orgullo por la comunidad.
Calles y avenidas de San Juan Comalapa se llenaron de aromas y colores este Miércoles Santo con el cortejo procesional de Jesús Nazareno de la Misericordia.
Las alfombras elaboradas por vecinos acompañaron el paso solemne de la centenaria Centuria Romana, en una de las… pic.twitter.com/hvOWnsGtVp
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 17, 2025
Mientras tanto, en el altiplano occidental, San Pedro La Laguna, en la ribera del Lago Atitlán, despierta en la madrugada del Viernes Santo con el ajetreo de familias enteras preparando alfombras. Desde la noche anterior personas del pueblo maya Tz’utujil, trabajan a la luz de faroles colocando aserrín de colores, flores de corozo y pino en intrincados diseños sobre la calle principal.
Al amanecer, el Viacrucis está listo para partir. Varios grupos católicos del pueblo se turnan para cargar las estaciones, y avanzan sobre ese tapete multicolor que la devoción comunitaria les preparó. San Pedro La Laguna se reconoce por esta entrega artística: “Se caracteriza por elaborar alfombras y altares durante la noche del Jueves Santo y la madrugada del Viernes Santo. Las calles con alfombras reciben el paso del cortejo procesional, una tradición que se practica todos los Viernes Santo en este pueblo, tierra de los Tz’utujil”.
A cada paso, las imágenes religiosas parecen bendecir el arte efímero bajo sus pies, mientras la comunidad reza en Tz’utujil y español. Aquí la identidad está en cada detalle: en los diseños de las alfombras que incluyen símbolos mayas, en la banda musical que alterna marchas fúnebres europeas con sones locales, en los cofrades que visten su traje tradicional al cargar al patrón. La procesión de San Pedro La Laguna, junto con las de otros pueblos vecinos, ha atraído la mirada de visitantes nacionales y extranjeros, pero sigue siendo ante todo un acto de y para la comunidad.
📢 El pueblo Tz’utujil mostró cultura, tradición, fe y devoción durante el Viernes Santo
En el municipio de San Pedro La Laguna,#Sololá varios grupos de la iglesia católica y vecinos de San Pedro Apóstol, prepararon el recorrido del Vía Crucis con alfombras que tenían mensajes… pic.twitter.com/efLuy7eYCu
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En Santa Eulalia, cabecera del pueblo maya Q’anjob’al en Huehuetenango, la identidad local también marca el compás del Sábado Santo. Cuando el Señor Sepultado sale de la iglesia Txajul Ewul al anochecer, un silencio reverente envuelve al gentío.
Hombres y mujeres Q’anjob’al acompañan el anda con velas encendidas, rezando suavemente en su idioma materno. El cortejo avanza entre penumbras, apenas iluminado por faroles, lo que realza el brillo de las alfombras colocadas en la ruta. Estas alfombras han sido hechas con aserrín y flores por los distintos calpules (barrios) de Jolom Konob’, nombre maya de Santa Eulalia, que compiten en creatividad y devoción.
“Durante su recorrido, se apreciaron alfombras elaboradas con dedicación por la feligresía católica de Jolom Konob’, mostrando el vínculo entre arte, memoria y espiritualidad en el corazón del pueblo Q’anjob’al”, escribe un corresponsal de Prensa Comunitaria. Y es precisamente eso: cada alfombra cuenta una historia de memoria (con diseños que evocan símbolos mayas ancestrales), de espiritualidad (con pasajes bíblicos escritos en Q’anjob’al) y de arte colectivo. Al finalizar la procesión en la iglesia del Calvario, cuando las últimas notas de la marcha se pierden en la noche, los vecinos y vecinas saben que han honrado tanto su fe católica como su herencia indígena.
Procesión del Santo Entierro en Santa Eulalia, #Huehuetenango
El cortejo salió de la iglesia Txajul Ewul con destino a la iglesia del Calvario, recorriendo calles acompañadas de fe, silencio y devoción. #LaOtraSemanaSanta 🟣 pic.twitter.com/EapCAJ3kFV
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Así, en cada región, las procesiones de Semana Santa portan un sello propio. Desde las sombrillas y sombreros que protegen del sol a los devotos en el caluroso Viacrucis de Puerto Barrios, Izabal, el sincretismo en Santiago Atitlán.
La identidad local se manifiesta con orgullo. Estas celebraciones son un espejo de las comunidades: en ellas se combinan la organización vecinal (comités que planifican recorridos, autoridades indígenas que autorizan uso de espacios públicos), la creatividad popular y un profundo sentido de pertenencia.
La Otra Semana Santa resalta la diversidad de formas en que un mismo espíritu devocional se encarna en distintos pueblos, recordándonos que en Guatemala cada territorio vive la fe a su manera, con acentos propios, defendiendo sus tradiciones frente al paso del tiempo.
Así fue la procesión de Viernes Santo en Puerto Barrios, #Izabal.
Desde tempranas horas se realiza el Viacrucis, acompañado por devotos que caminan bajo el sol intenso. Es común ver sombrillas y sombreros como parte del cortejo. #LaOtraSemanaSanta 🟣
📹Alva Batres pic.twitter.com/sPjbfY3wOS
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Gastronomía tradicional
La Semana Santa guatemalteca no solo se mira y se escucha; también se saborea. En cada región, los sentidos se despiertan con antojitos y platillos que aparecen únicamente en esta época del año.
En Viernes Santo, por ejemplo, la Semana Santa en Río Dulce, Izabal, sabe a cilantro de monte, a brisa húmeda y a mojarra recién pescada. En este brazo entre el río y el Caribe, la espiritualidad también entra por el paladar: mientras unos van al Viacrucis matutino bajo el sol tropical, otros recorren el bullicioso mercado costeño donde el aire huele a mariscos frescos. “Entre el río y el Caribe, la espiritualidad también se vive desde los sabores y el mercado”, apunta una de las corresponsales de Prensa comunitaria en una publicación.
En la pescadería local, vendedoras ofrecen camarón, jaiba, róbalo y langosta recién salida del agua. Los visitantes, muchos provenientes de la capital o del altiplano, se deleitan con un almuerzo playero: pescado frito con arroz y ensalada, acompañado del infaltable pan de coco y jugo de limón mandarina, especialidades de Izabal.
En cada puesto, la tierra y el mar se encuentran en forma de bananitos verdes, chile habanero, y el canto alegre de quienes promocionan sus productos. Así, en la costa guatemalteca, la Cuaresma y la Pascua transcurren con sabor salobre y dulzura tropical, recordando que la comida también es cultura y fe compartida.
La Semana Santa en Río Dulce, #Izabal, sabe a cilantro de monte, a brisa húmeda y a mojarra recién pescada.
Entre el río y el Caribe, la espiritualidad también se vive desde los sabores y el mercado. #LaOtraSemanaSanta 🟣 pic.twitter.com/L1H8zKGa4h
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En los altos de Totonicapán, en cambio, el ambiente huele a leña y miel. Acercándose la Semana Mayor, los hornos comunitarios trabajan día y noche. “Los sabores ancestrales en Totonicapán se hornean a fuego lento”, destacando cómo el pan de yemas se convierte en protagonista de la temporada. Este es un pan dulce hecho con muchas yemas de huevo, azúcar, harina y especias, cuya masa amarillenta requiere un amasado laborioso. “El pan de yemas es una ofrenda que combina oficio, memoria y espiritualidad. En Semana Santa este alimento significa compartir y unir generaciones”, explica un vecino.
Y es cierto: en la tradición totonicapense, la elaboración de este pan congrega a familias enteras. Desde los primeros días de abril, hijos y nietos vuelven al hogar para ayudar a los abuelos panaderos. Se trasnocha alimentando el horno de barro con ocote y encino, vigilando la cocción de cientos de panes. “El sabor es único porque es artesanal”, cuenta don Fredy Batz, panadero con 27 años de experiencia, mientras saca una nueva tanda dorada y aromática del horno. Cada familia tiene sus secretos: en unos hogares le agregan anís, en otra miel de chancaca al final; algunos los hacen tamaño familiar, otros en porciones individuales.
Pero el sentido es el mismo: al llegar el Jueves Santo, el pan de yema se reparte entre vecinos y parientes, como signo de fraternidad. En Totonicapán incluso hay personajes entrañables ligados a esta costumbre, como doña Marina Monroy, conocida por preparar la miel con que se baña el pan. Cada año, doña Marina hierve durante horas la miel de panela con cáscaras de naranja y canela, y luego sale a “visitar a vecinos y familiares” llevando su jarrito dulce, pues “pan y miel: símbolos de afecto y memoria en Totonicapán”, asegura. De este modo, la gastronomía se convierte también en un acto de comunión comunitaria.
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La Semana Santa se saborea con pan, miel y fuego de leña en Totonicapán
En San Juan Comalapa, otro pueblo del occidente del país, el olfato de Semana Santa tiene notas amargas. Allí persiste una receta única en el país: el pan de petaca, antes llamado pan maxtate. A diferencia del pan de yema totonicapense, este es menos dulce y tiene un dejo de fermento que le da su característico sabor ligeramente amargo. Su masa incluye un ingrediente local llamado mashte (de ahí su nombre original), y se hornea envuelto en hojas, lo que le imparte un aroma singular. “Su sabor amargo y su cocción artesanal lo hacen único en Guatemala”, se lee en una publicación de Prensa Comunitaria, que cuenta cómo la Panadería Don Lázaro produce más de 100 quintales de pan de petaca cada Semana Santa.
Desde la madrugada, manos artesanas moldean miles de bollos de masa negra, horneándolos en tandas para que estén listos al mediodía del Viernes Santo. Ese día, tras el Sermón de las Siete Palabras, es costumbre en San Juan Comalapa repartir pan de petaca con miel de chancaca en la plaza central, como una merienda comunitaria que cierra la jornada de reflexión. Para las personas de San Juan Comalapa, el ligero amargor de este pan simboliza la amargura del sufrimiento de Cristo, pero la miel con que se acompaña representa la esperanza de la Resurrección. Así, hasta en el gusto se narra la Pasión.
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El pan maxtate, una tradición de Semana Santa en San Juan Comalapa
No toda la gastronomía de Cuaresma son panes. El calor de abril trae consigo frutos de temporada que las comunidades saben aprovechar. En muchas aldeas de Petén y la Costa Sur, la cosecha del tamarindo coincide con Semana Santa y sus dulces vainas café-naranjas se vuelven protagonista. En la comunidad de Escarbado, Sayaxché, jóvenes como Samuel Garrido, de 17 años, recolectan grandes cantidades de tamarindo de los árboles comunales para venderlo en bolsas a los visitantes, a Q10 la libra según nos cuentan. Con la pulpa del tamarindo se preparan refrescos tradicionalmente servidos el Viernes Santo, cuyo sabor agridulce alivia el calor canicular y –dicen los mayores– “quita la baganza” (pereza) de la Cuaresma. Las señoras peteneras también cocinan la pulpa con azúcar para hacer dulces de tamarindo, que ofrecen como postre después del pescado seco. Así, una fruta silvestre se integra a la tradición, generando también ingreso para las familias campesinas que la recolectan y comercializan de forma local.
Las comunidades de Sayaxché, #Petén, realizan la cosecha del fruto del tamarindo ✊🏽
La producción de esta fruta coincide con el verano y la Semana Santa. Samuel Garrido, un joven de 17 años, las vende a Q10 la libra en su comunidad de Escarbado. #LaOtraSemanaSanta 🟣
✏️ Elmer… pic.twitter.com/kmERouS6RT
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 16, 2025
Otro elemento infaltable en la mesa cuaresmal es el pescado. En buena parte del país se guarda la abstinencia de carnes rojas el Viernes Santo, por lo que el pescado –fresco en la costa, seco en el interior– se convierte en plato principal. En la ciudad capital y los pueblos del altiplano, desde semanas antes se ven colgar en los mercados las mantas de pescado seco (generalmente bacalao o robalo). Con ellas se prepara el tradicional pescado envuelto en huevo, frito y luego sumergido en salsa de tomate con chiles, que se acompaña con arroz y la famosa ensalada de Semana Santa.
#MiradaComunitaria 🎉 Tradiciones culinarias en la aldea Los Tecomates, Palencia
La familia Lemus Guzmán ha adoptado la tradición de iniciar cada Jueves Santo con la preparación del tradicional pescado, acompañado de tamales de viaje con el distintivo y auténtico toque de… pic.twitter.com/scvD1xUgKN
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) March 31, 2024
Esta ensalada es en realidad un refresco fresco hecho de frutas y verduras, servido frío en grandes jarras. Conocido también simplemente como fresco de ensalada, es una bebida típica de Jueves y Viernes Santo, pero que ha ido desapareciendo en muchos lugares. Sin embargo, en la aldea Los Mixcos en las montañas del municipio de Palencia, don Gilberto Chinchilla mantiene viva esa costumbre: es “uno de los pocos vecinos de Palencia que aún elabora la ‘ensalada’ para acompañar el pescado el Jueves Santo y Viernes Santo”. Él aprendió la receta de su padre y, con orgullo, “invita a las nuevas generaciones a conservar las tradiciones culinarias de las comunidades en Semana Santa” enseñándoles paso a paso el proceso. Cada año, don Gilberto reparte su refrescante ensalada de frutas entre sus vecinos, especialmente a los mayores que aún anhelan ese sabor de antaño con el pescado. Gestos como el suyo reflejan la resistencia de las tradiciones gastronómicas frente al avance de la comida industrial y rápida.
🎉 Fresco de ensalada en la aldea Los Mixcos, Palencia
Don Gilberto Chinchilla, es uno de los pocos vecinos de Palencia que aún elabora la “ensalada” para acompañar el pescado el Jueves Santo y Viernes Santo.
Él aprendió la receta de su papá y por eso invita a las nuevas… pic.twitter.com/2XK44VW7Yl
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 16, 2025
Y es que, con tristeza, muchos han notado que ciertas golosinas y platillos típicos de Semana Santa se están perdiendo. “¡Ya no se ven tantos chupetes de colores en las calles!” se escucha en un vídeo de redes sociales de Prensa Comunitaria, refiriéndose a aquellos dulces artesanales -paletas multicolores de azúcar cristalizada-, que solían anunciar la llegada de la Semana Santa.
Ahora, las ventas callejeras han cambiado y “las comidas internacionales ganan espacio. Y poco a poco, las tradiciones van quedando atrás”. Sin embargo, también se afirma que “hay cosas que merecen quedarse”. Esas cosas son justamente los sabores y recetas ligadas a nuestra memoria colectiva. Por ello, esfuerzos como el de don Gilberto con el fresco de ensalada, o el de las familias panaderas de Totonicapán y San Juan Comalapa, son tan valiosos: evitan que se apague el fogón de la tradición.
En cada pan de yema horneado, en cada tamal de pescado envuelto, en cada dulce de tamarindo o torreja bañada en miel, la cultura popular se resiste a desaparecer. La gastronomía de Semana Santa es, en el fondo, una forma deliciosa de contar nuestra historia y de unir a la comunidad en torno a la mesa. A través de esos sabores transmitidos de generación en generación, los pueblos reafirman su identidad y celebran la vida incluso en medio de la conmemoración de la muerte de Cristo.
¡Ya no se ven tantos chupetes de colores en las calles!
Ese dulce sencillo que anunciaba la llegada de la Semana Santa, hoy casi ha desaparecido. Las ventas han evolucionado, las comidas internacionales ganan espacio. Y poco a poco, las tradiciones van quedando atrás, pero hay… pic.twitter.com/mzgJEY3xbX
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 20, 2025
Turismo comunitario, naturaleza y espiritualidad territorial
Semana Santa también es tiempo de viaje y esparcimiento. Tras las ritualidades religiosas, muchas familias guatemaltecas aprovechan el feriado para visitar los ríos, lagos y montañas, buscando refrescar el cuerpo y el alma. Pero incluso en esa faceta más turística de la Semana Mayor, los pueblos imprimen su sello comunitario y espiritual. Un claro ejemplo ocurre en El Estor, Izabal, a orillas del inmenso Lago de Izabal.
Cada Jueves Santo, familias Q’eqchi’ de Alta Verapaz descienden de las veredas montañosas hacia las playas del lago, compartiendo espacio con turistas que llegan en lancha a disfrutar del paisaje. Para los visitantes foráneos, el Lago de Izabal es un destino pintoresco de vacaciones; para el pueblo maya Q’eqchi’, sin embargo, “el lago más grande del país” es “un territorio sagrado y de vida, históricamente defendido por el pueblo Q’eqchi’”.
Este Jueves Santo, familias Q’eqchi’ y mestizas se congregan en las orillas del lago de #Izabal, uno de los puntos más visitados durante la Semana Santa. Muchas provienen de Alta Verapaz y aprovechan para recorrer sus aguas en lancha, en medio del calor y la vegetación caribeña.… pic.twitter.com/ITeqmu3RMk
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Desde hace décadas, las comunidades locales han luchado contra proyectos mineros y contaminantes para proteger este cuerpo de agua que consideran parte de su hogar espiritual. Por eso, “mientras turistas llegan por descanso, para las comunidades locales es también un espacio de memoria, espiritualidad y resistencia territorial”.
En las orillas de Izabal, bajo las ceibas milenarias, no es raro ver a dirigentes Q’eqchi’ realizando ceremonias de agradecimiento a la Madre Agua en pleno Sábado de Gloria, pidiendo por la salud del lago. Así, naturaleza y fe convergen: el mismo lago que da sustento material (pescado, transporte y turismo) provee también sustento espiritual y reafirma la conexión identitaria de un pueblo con su territorio.
En el oriente del país, otro espejo de agua sagrada atrae multitudes cada Semana Santa: la Laguna de Ayarza, en Santa Rosa. Este lago de origen volcánico, escondido entre cerros, ha pasado de ser un secreto local a convertirse en destino popular de vacaciones. “La Laguna de Ayarza es uno de los destinos más visitados de Santa Rosa en Semana Santa”, reseña Glenda Álvarez para Prensa Comunitaria, señalando que “su belleza natural y origen volcánico la convierten en un espacio de descanso, conexión comunitaria y defensa territorial”. Y es que las comunidades alrededor de la Laguna de Ayarza han organizado el turismo de forma ejemplar: hay una asociación local que administra el acceso, mantiene limpio el entorno y regula las actividades para que el impacto sea sostenible. En palabras de un líder comunitario, “Ayarza también es memoria y territorio”, recordando que en los años 70 las orillas de esta laguna fueron parceladas y entregadas a familias locales tras duras luchas para acceder a la tierra. Hoy, esas mismas familias cuidan el lago con un celo admirable.
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Laguna de Ayarza es el corazón turístico de Santa Rosa en Semana Santa
La Laguna de Ayarza se extiende como un espejo azul entre las montañas de Santa Rosa, administrada y protegida por las comunidades locales durante la temporada alta de Semana Santa.
En la entrada principal de la Laguna de Ayarza, jóvenes de la Asociación Lago Azul reciben a los visitantes. Cobran una módica cuota por vehículo (que se utiliza para mantener el camino y la limpieza) y explican las reglas: no basura, no extraer flora ni fauna, respeto a las áreas sagradas. Gracias a estos esfuerzos, la laguna sigue teniendo aguas transparentes y orillas libres de construcciones privadas.
Durante el Viernes Santo, es común ver a grupos de vecinos realizando en la playa un Viacrucis al amanecer, con cruces de madera plantadas en la arena, antes de que los bañistas lleguen. La espiritualidad territorial se manifiesta así: la laguna no es solo un balneario, es un lugar vivo que guarda historias (incluso leyendas de pueblos sumergidos en su profundidad) y que las comunidades reivindican como parte de su patrimonio. Cuidarla y compartirla de manera responsable con el resto del país en Semana Santa es para ellos un orgullo y un deber.
Guatemala entera ofrece destinos naturales que en Semana Santa cobran vida, a menudo impulsados por iniciativas comunitarias. En Raxruhá, Alta Verapaz, por ejemplo, se encuentra Yalihá, un centro turístico manejado conjuntamente por pobladores locales. “Yalihá es un modelo de turismo comunitario y sostenible en Raxruhá”, se destaca en un reportaje, describiéndolo como “un destino que combina naturaleza, empleo local y protección del agua”. En este lugar, un sendero lleva a cascadas cristalinas y pozas donde las familias Q’eqchi’ guían a los visitantes contándoles sobre las plantas medicinales y la importancia de cuidar los nacimientos de agua. Los ingresos que deja el turismo en Yalihá se reinvierten en la comunidad: en mejorar el sendero, en proyectos de reforestación y en capacitación para los jóvenes guías. Durante la Semana Santa 2025, Yalihá recibió decenas de viajeros nacionales atraídos por la idea de unas vacaciones diferentes, lejos del bullicio de los centros turísticos convencionales y más cerca de la vida campesina. Allí pudieron compartir tortillas recién salidas del comal, pesca artesanal de río y, sobre todo, el conocimiento ancestral con que los Q’eqchi’ han protegido su pedacito de selva.
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En el corazón de Petén, otro destino mezcla aventura, historia y beneficio comunitario: la Laguna de Petexbatún, cerca de Sayaxché. Este cuerpo de agua verde esmeralda, rodeado de selva, alberga en sus islas ruinas mayas poco exploradas (Aguateca, Dos Pilas) y una rica fauna silvestre. En los últimos años, las cooperativas locales han promovido circuitos de turismo de aventura: kayaks entre manglares, avistamiento de aves y recorridos arqueológicos. Según nos cuentan: “La Laguna de Petexbatún, un destino turístico de aventura y naturaleza, representa ingresos para las comunidades de Sayaxché, Petén”.
De hecho, varias aldeas pesqueras en la ribera de Petexbatún han diversificado sus actividades: por las mañanas pescan mojarras y pez blanco con métodos tradicionales (cestos y redes) obteniendo 15 a 20 libras en días de buena pesca, las cuales venden en los mercados locales. Y por las tardes, algunos de esos mismos pescadores se convierten en guías turísticos que llevan en cayuco a los visitantes hacia los sitios arqueológicos cercanos o a apreciar puestas de sol sobre la laguna. Semana Santa suele ser temporada alta en Petexbatún: las lanchas comunitarias trasladan familias peteneras que acampan en las orillas y también aventureros extranjeros. Gracias guías velan porque nadie cace animales ni deje fuego desatendido en la selva. Petexbatún es un ejemplo más de cómo los pueblos están construyendo opciones de desarrollo local respetuosas de la naturaleza, especialmente visibles en la Semana Santa.
🐟 La Laguna de Petexbatún un destino turístico de aventura y naturaleza, representa ingresos para las comunidades de Sayaxché #Petén
La masa de agua forma parte del refugio de vida silvestre y en su periferia se encuentran los sitios arqueológicos Aguacateca y Punta de Chimino,… pic.twitter.com/A01bMPGMyR
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A ello, el ecoturismo se ha vuelto una fuente de sustento que complementa la economía agrícola, al tiempo que refuerza en la población el valor de proteger su ecosistema.
Pero no todos los destinos de la Otra Semana Santa son concurridos, también los hay secretos, custodiados por manos sabias. Un reportaje reciente nos transporta a El Cristalino, en la Selva Lacandona petenera, descrito como “una piscina natural con aguas de pureza diamantina, que danzan entre miríadas de peces diminutos” bajo la sombra de árboles milenarios.
Este edén escondido tiene un guardián excepcional: don Ricardo Cac Caal, un anciano maya Q’eqchi’ de voz suave y espíritu firme. Don Ricardo vive a pocos metros del manantial y durante años ha dedicado sus jornadas a reforestar la zona con especies nativas, limpiar el cauce y vigilar que ningún forastero dañe el lugar. Sin ninguna formación turística formal, resguarda con humildad y compromiso El Cristalino, recibiendo a los pocos viajeros que llegan como si fueran familia. Durante esta Semana Santa 2025, un equipo de Prensa Comunitaria llegó hasta El Cristalino y encontró a don Ricardo enfundado en un curioso atuendo: ropa militar de segunda mano que usa, según explicó entre risas, para protegerse de los mosquitos de la selva. Él pide Q10 de ingreso, “disculpando” la tarifa, pero justificándola en los incontables días de trabajo que invierte en mantener despejado el ojo de agua.
Quienes tuvieron el privilegio de sumergir los pies en El Cristalino durante esos días santos hablan de una experiencia casi mística: el agua fría y cristalina vibra con vida, rodeada del canto de los monos aulladores y aves que cruzan el dosel selvático. Don Ricardo suele decir a sus visitantes que este manantial es un “regalo de Dios” a la comunidad, y por eso lo cuida. Él, como muchos otros guardianes anónimos de sitios naturales en Guatemala, encarna esa espiritualidad territorial donde proteger la tierra equivale a honrar la creación. En su pequeña parcela de la selva, la Semana Santa no tiene procesiones ni tambores, pero cada árbol nuevo que siembra, cada turista consciente que aprende a amar el lugar, es parte de una celebración más amplia: la de la armonía entre comunidad y naturaleza.
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Don Ricardo Cac, el guardián de un edén oculto en la Selva Lacandona de Petén
De esta manera, el descanso de Semana Santa se convierte también en aprendizaje y afirmación cultural. Los destinos comunitarios muestran que turismo y tradición pueden ir de la mano. La Otra Semana Santa es también un encuentro con la geografía sagrada de Guatemala, guiado de la mano de quienes la habitan y aman.
Don Ricardo Cac Caal, un hombre maya Q’eqchi’, resguarda con humildad y compromiso El Cristalino, un manantial de aguas claras rodeado por la Selva Lacandona, en Las Cruces, #Petén.
Sin formación turística formal, pero con un carisma innato, recibe a quien llega con… pic.twitter.com/GWR8Zo3GBC
— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 19, 2025
Juegos, arte popular y oficios ancestrales
El sonido de una carcajada infantil rompe el silencio de la tarde de Viernes Santo en la plaza de Totonicapán. Un círculo de personas se ha formado alrededor de un juego que pocos reconocían al principio: sobre el suelo, como pequeñas monedas ámbar, brillan unas piezas redondas de cera. Son las tipachas, un antiguo juego de Cuaresma que resurge después de décadas. “¡Así jugábamos nosotros de patojos!” exclama emocionado un abuelo, mientras observa cómo dos niños se turnan para lanzar su tipacha contra la de su oponente. Durante décadas, este juego formó parte del paisaje cuaresmal en el atrio de la Iglesia católica de Totonicapán, pero llevaba más de 30 años en el olvido. Este 2025, el colectivo Vivamos Nuestras Tradiciones decidió revivirlo organizando una demostración pública en el parque San Miguel.
Con paciencia, los ancianos explicaron a los jóvenes la técnica: las tipachas, hechas de cera de abeja endurecida, se “rayaban” con la uña para tener mejor agarre y luego se lanzaban rodando con fuerza para intentar voltear la del contrincante. Si lo lograban, se ganaban la pieza del otro, y así sucesivamente.
El juego combina destreza, puntería y suerte, pero sobre todo provoca risas y sana competencia. Durante la actividad, se compartió atol y pan con quienes asistieron, creando un ambiente festivo, casi como de feria patronal en pleno Viernes Santo.
“Es importante conservar y promover las tradiciones de cada época del año”, dijo Carlos Humberto Molina, integrante del colectivo organizador, mientras sostenía orgulloso una tipacha en su mano. Y ciertamente, al ver a niños, jóvenes y adultos arremolinados jugando y vitoreando, quedó claro que las tipachas son más que un pasatiempo: “Más que un juego, las tipachas son memoria viva que se comparte, se juega y se hereda”. En ese instante, la plaza de Totonicapán se transformó en un puente entre generaciones: los abuelos enseñaron a sus nietos algo valioso de su niñez, y en el acto de jugar juntos se tejió una continuidad, una herencia inmaterial que ahora vuelve a latir.
Las tipachas resurgen en #Totonicapán durante la Semana Santa
Durante décadas, este juego formó parte de las tradiciones de Cuaresma, especialmente en el atrio de la Iglesia Católica. Este Viernes Santo, el colectivo Vivamos Nuestras Tradiciones busca rescatarlo del olvido.… pic.twitter.com/x6TlS6FSbs
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Si las tipachas recuperadas demuestran cómo un simple juego puede encerrar la memoria de un pueblo, las alfombras de aserrín confirman cómo el arte efímero puede ser vehículo de tradición y resistencia. En Casillas, Santa Rosa, la elaboración de alfombras durante el Viacrucis de Viernes Santo es un orgullo comunitario que ha pasado de padres a hijos. Desde la madrugada, “familias completas se organizan para diseñar y elaborar alfombras, una tradición que por décadas ha dado identidad al paso del Viacrucis y ha fortalecido los lazos comunitarios”.
Ahí está la familia Solares, con más de 40 años preservando la costumbre; los Orantes, con 25 años de participación y los Rodríguez, con 15. Tres generaciones de algunas de estas familias trabajan codo a codo en la calle. Mientras los abuelos preparan el aserrín (teñido con tintes naturales, como antaño), los padres trazan el diseño sobre el suelo y los hijos más jóvenes rellenan con cuidado los patrones de flores, cruces y cáliz. En cada alfombra se transmiten conocimientos técnicos (cómo lograr el color turqués mezclando añil y cal, cómo colocar moldes de madera para dibujos complejos), pero también valores e historias.
Allí, “se transmiten técnicas, colores y formas, pero también algo más profundo: la memoria viva de un pueblo que encuentra en sus alfombras no solo belleza, sino resistencia y comunidad”. En efecto, las alfombras son efímeras -durarán hasta que pase el cortejo y luego serán pisoteadas y borradas-, pero el acto de hacerlas perdura en la memoria como símbolo de unidad y creatividad colectiva. Además, en lugares como Casillas, las alfombras han cobrado un matiz de resistencia cultural: frente a embates de la modernidad que podrían diluir la tradición, los vecinos se aferran a ellas con más fervor, demostrando que su identidad no se vende ni se olvida. Por eso muchos dicen que esas alfombras, hechas con materiales humildes, en realidad están tejidas de amor y resiliencia comunitaria.
Desde tempranas horas del día, las calles de Casillas, #SantaRosa se transforman en lienzos llenos de color y devoción.
Familias completas se organizan para diseñar y elaborar alfombras, una tradición que por décadas ha dado identidad al paso del Viacrucis y ha fortalecido los… pic.twitter.com/uconQ74j07
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La dramatización bíblica es otro elemento fundamental de la Semana Santa en varios municipios, donde se convierte en teatro popular y participativo. Quizá el ejemplo más intenso sea la Corrida de los Judíos en Totonicapán. Cada Jueves Santo, desde 1938, se representa una especie de batalla ritual entre dos bandos: los judíos (que simbolizan a los soldados romanos que capturan a Jesús) y los centuriones (guardianes del bien). Hombres del pueblo, ataviados con trajes coloridos y máscaras grotescas, corren por las calles simulando combates cuerpo a cuerpo, ante la mirada atónita de los espectadores.
La escena es caótica y vibrante: látigos que chascan, espadas de madera que chocan, gritos y desafíos. Sin embargo, todo está coreografiado según la tradición. “Las peleas son simbólicas y aguerridas: judíos y centuriones luchan por el cuerpo de Jesús, en una escena donde se mezclan el teatro popular, la fe y la memoria colectiva”, relata Leopoldo Batz, corresponsal de Prensa Comunitaria. Tras la corrida inicial viene la escenificación: los actores –ninguno profesional, todos vecinos de distintas aldeas– representan pasajes de la Pasión. Culminan el Viernes Santo con la captura de Jesús (un papel que suele reservarse a un devoto elegido por la comunidad) y su crucifixión en la plaza central, ante un público conmovido. Esta forma de evangelización teatral ha sobrevivido gracias al compromiso de los totonicapenses de “mantener viva” la tradición. Muchos de los participantes sienten que, al actuar, están reviviendo lo que sus abuelos les contaron. El teatro bíblico les permite apropiarse del relato sagrado y contarlo a su manera, en su propio contexto e idioma K’iche’. Y la comunidad responde masivamente: cientos siguen la corrida cada año, dando un aire de festividad y a la vez de devoción única a las calles de Totonicapán.
Cada Jueves Santo, las calles y comunidades de #Totonicapán se llenan de dramatismo con la tradicional corrida y pelea entre judíos y centuriones. Esta expresión cultural, vigente desde 1938, atrae a cientos de personas que siguen el recorrido y presencian una de las… pic.twitter.com/IBOixB9sGI
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En Santa Eulalia, Huehuetenango, existe una tradición parecida en cuanto a teatralidad, aunque con un tinte más pagano: los Pícolos. Cada Viernes Santo, al caer la tarde, la terminal de buses de Santa Eulalia se convierte en escenario de un carnaval sui generis. Los Pícolos son personajes enmascarados, ataviados con ropas estrafalarias, que representan a los “judíos” que persiguen a Jesús según la tradición local llamada Yay Kurus en el idioma Q’anjob’al. Aunque su nombre sugiere relación con la Pasión, en la práctica la corrida de los Pícolos es más una sátira y burla de la vida cotidiana. En parejas o tríos, los Pícolos corretean entre la gente haciendo travesuras: uno finge ser el Diablo, otro el Torero, otro un Borracho, arrancando carcajadas.
Este espectáculo no guarda relación formal con la liturgia católica ni con prácticas espirituales, es más bien una expresión cultural arraigada en el imaginario colectivo del pueblo Q’anjob’al. Se cree que fue introducido por pobladores ladinos a inicios del siglo XX, pero luego la comunidad maya lo hizo suyo.
Durante el conflicto armado interno, muchos migraron o se escondieron, y la práctica quedó casi descontinuada. Fue gracias a jóvenes del pueblo Q’anjob’al en los años 90 que “la actividad resurgió y hoy se mantiene viva, liderada en su mayoría por miembros de comunidades mayas”. Ahora, los Pícolos son motivo de orgullo local. Antes de iniciar, encienden una gran fogata en la terminal y bailan alrededor, representando la captura y quema de Judas, mientras el pueblo entero observa entre risas y respeto. La sátira de los Pícolos sirve también para criticar problemas sociales o personajes del pueblo (a veces un Pícolo se disfraza de alcalde, otro de sacerdote, caricaturizándolos). De esta manera, el teatro popular de Semana Santa en Santa Eulalia cumple una doble función: por un lado, entretiene y conserva una tradición centenaria; por otro, funciona como catarsis social y reafirmación de la identidad del pueblo maya Q’anjob’al.
La tradicional corrida de judíos en Santa Eulalia, #Huehuetenango, continúa como una de las expresiones más emblemáticas de la Semana Santa (Yay Kurus), aunque no guarde relación con la Iglesia Católica ni con prácticas espirituales. En el idioma Q’anjob’al, los personajes son… pic.twitter.com/BtBmeyCZ9u
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Cada Viernes Santo, mientras en otros pueblos suenan marchas fúnebres y alfombras de aserrín cubren las calles, en Chivarreto, una aldea de San Francisco el Alto, Totonicapán, el protagonismo lo toma el ring. En el parque central, hombres del pueblo, jóvenes, extranjeros, retornados y vecinos de aldeas cercanas, se enfrentan en peleas rituales a puño limpio, una tradición centenaria que mezcla coraje, pertenencia y catarsis colectiva. Lejos de ser un acto de violencia, estas luchas siguen un código de respeto comunitario: los contrincantes se abrazan tras el combate, reforzando el sentido de hermandad. En palabras de un anciano: “Aquí no hay enemigos, hay coraje y comunidad”.
🥊¿Sabías que en Guatemala hay una aldea donde cualquiera puede pelear a puño limpio?
Se llama Chivarreto, el “Pequeño Hollywood” de Totonicapán.Cada Viernes Santo, la tradición se vive con fuerza, honor… ¡y sin rencores!
📹 Nathalie Quan pic.twitter.com/1urSqEfj0o
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Esta práctica tiene raíces profundas en rituales indígenas de fertilidad y fortaleza física, transformados a lo largo del tiempo en un acto simbólico que marca la identidad de Chivarreto durante la Semana Santa. Para los pobladores, subir al ring es tan significativo como cargar una imagen religiosa o confeccionar una alfombra: es una forma de honrar el linaje, canalizar la energía de la temporada y reafirmar el orgullo local. En esta versión de la Otra Semana Santa, el cuerpo es una expresión intensa de resistencia cultural desde el altiplano.
🥊Se abrió el cuadrilátero en #Chivarreto, municipio de San Francisco el Alto, #Totonicapán, ubicado a 204 kilómetros de la ciudad de Guatemala.
Cada año se organizan peleas a puño limpio. Aunque los más ancianos le dan un significado religioso sirve para limar asperezas y… pic.twitter.com/zEwtfs41l7— Prensa Comunitaria Km169 (@PrensaComunitar) April 18, 2025
Finalmente, entre las expresiones artísticas de la temporada, está la elaboración de los arcos de frutas y flores. En varias comunidades del occidente, el Miércoles Santo se dedica a recolectar y armar estos arcos que adornarán la entrada de las iglesias o plazas. En San Pedro La Laguna, Sololá, la tradición llamada la traída de frutas envuelve a todo el pueblo. “Cada Semana Santa se revive una antigua tradición: el recorrido hacia la Costa Sur para traer frutos tropicales, ofrendarlos y adornar los espacios sagrados del pueblo Tz’utujil”. Días antes, los cofrades y mayordomos viajan a comunidades cálidas de la costa, donde consiguen cocos, piñas, bananos, corozo (semilla de palma roja) y otros frutos y palmas. El Sábado de Ramos llegan las carretadas de frutas a San Pedro y se resguardan en la iglesia. El Miércoles Santo por la mañana, al son del tambor y la chirimía, los cargadores realizan una procesión especial llevando grandes canastos con estas frutas por las calles principales. Hombres y mujeres portan los canastos en la cabeza o al hombro, mostrando su fuerza y fe. El recorrido inicia en la casa del primer cofrade de la Santa Cruz y termina en el atrio, donde con todo ese cargamento se empiezan a elaborar los arcos. Las cañas y varas de árbol se entrelazan formando una gran puerta, que es adornada meticulosamente: racimos de plátanos colgando, piñas insertadas a los lados, naranjas, limas, el corozo rojo brillante, manojos de flores silvestres y espigas de maíz tiernas. El resultado es un festín visual que combina los dones de la naturaleza con la devoción.
Las cofradías de San Juan La Laguna, #Sololá, recorren las calles en la tradicional procesión de frutas del Miércoles Santo.
Una ceremonia ancestral en la que se comparte pan, miel y matz, una bebida ceremonial servida en jícaras, con la población. #LaOtraSemanaSanta 🟣
📸Alex… pic.twitter.com/FXz7BhmUJb
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En Santa Clara La Laguna, pueblo vecino, además del arco frutal colocan en lo alto una figura de Judas Iscariote colgada, representando su traición por 30 monedas y su posterior ahorcamiento. Es un rito de gran simbolismo: al terminar la Semana Santa, ese Judas de trapo será quemado, eliminando simbólicamente la traición y el pecado del pueblo. Mientras tanto, las frutas del arco serán repartidas como bendición entre los vecinos. Estas prácticas, mezcla de creatividad artística y significado espiritual, persisten con vigor. Los arcos de frutas, las palmas trenzadas del Domingo de Ramos, las coronas de flores silvestres llevadas por las dolorosas (mujeres devotas) en procesiones, así como la confección de vestimentas y estandartes, son oficios ancestrales que florecen cada Semana Santa. Cada comunidad tiene sus expertos: los que saben armar un arco que no se caiga, las señoras que confeccionan los vestidos morados de Cuaresma, los carpinteros que tallan las andas procesionales. Son artes transmitidas por generaciones que encuentran en estos días su máximo esplendor y razón de ser.
🍍La traída de frutas, una tradición en San Pedro La Laguna, #Sololá 🍊
La tradición de Miércoles Santo es llevar las frutas desde el convento parroquial hacia la Iglesia Católica en un recorrido lleno de devoción, acompañado por autoridades eclesiales, grupos organizados y la… pic.twitter.com/PBa8OK8oWB
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Al recorrer Guatemala en Semana Santa, uno se encuentra con niños jugando tipachas, vecinos compitiendo por la mejor alfombra, actores improvisados recreando pasajes de la Biblia, diablos danzando como pícolos, arcos de frutas perfumando el aire… Es un mosaico de expresiones lúdicas y artísticas que complementan lo ritual. Y todas tienen algo en común: nacen del pueblo y para el pueblo. No hay financiamiento gubernamental ni grandes patrocinadores, solo la voluntad organizada de preservar lo propio y celebrarlo. Detrás de cada juego y de cada creación manual hay un mensaje claro de continuidad cultural, una declaración de que las tradiciones viven mientras haya quien las practique y enseñe.
2⃣🍍 Los asistentes se dirigieron a la cofradía de Santa Cruz para continuar con el traslado de frutas, esta vez por las principales calles del pueblo Tz’utujil, acompañados del tradicional tun, la chirimía y un grupo musical que animaba el recorrido. Hombres y mujeres… pic.twitter.com/Gde2YGMFFw
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Memoria y resistencia cultural desde los pueblos
Semana Santa 2025 en Guatemala, vivida desde la mirada de Prensa Comunitaria, nos deja la impresión de un vasto tapiz tejido con hilos de muchos colores. En esta crónica hemos visto hilos de espiritualidad sincrética, de procesiones identitarias, de sabores ancestrales, de amor a la tierra y de creatividad popular. Cada uno, por sí solo, es valioso; juntos, forman un mural vibrante de la cultura viva de los pueblos. Lo más notable es cómo todos estos ejes se entrelazan en un mismo telar: el de la resistencia cultural comunitaria.
¿Por qué resistencia? Porque en un mundo que cambia aceleradamente, donde la globalización suele uniformar las costumbres y erosionar las identidades locales, las comunidades guatemaltecas han hecho de sus tradiciones de Semana Santa un baluarte de defensa. No es una resistencia agresiva, sino festiva y espiritual. Al cargar al abuelo Rilaj Mam por las calles, al organizar un Viacrucis bajo el sol ardiente o al hornear pan de yema para todo el barrio, las comunidades están declarando: “Aquí estamos, este es nuestro modo de vivir la fe y la cultura”. En cada pueblo, la Semana Santa se convierte en un acto de reafirmación de la memoria histórica y la identidad colectiva. Los rituales católicos heredados se adaptan, se adoptan y se enriquecen con saberes ancestrales, demostrando una vez más esa capacidad de resiliencia que tienen los pueblos originarios.
Asimismo, detrás de la devoción se vislumbra la organización comunitaria. Nada de lo descrito ocurriría sin la estructura social que sostiene a estas tradiciones: los comités de Semana Santa, las hermandades, las cofradías, los colectivos culturales, las familias enteras implicadas. Es en esas formas de organización horizontal donde radica gran parte de la fuerza de estas manifestaciones. La comunidad se une para preparar, para financiar, para ejecutar cada actividad, y al hacerlo, se cohesiona más. La fe aquí no es pasiva, es acción comunitaria. Cada alfombra hecha en grupo, cada juego transmitido, cada viaje colectivo al río es un ejercicio de trabajo en equipo y de confianza mutua. Así, las tradiciones se mantienen porque la comunidad las mantiene.
Por otro lado, todas estas expresiones son también vehículos de memoria. Recuerdan tiempos pasados, sí, pero no de manera nostálgica, sino activa: reviviendo prácticas casi olvidadas (como las tipachas), manteniendo vigentes oficios antiguos (como la cera de abejas para juegos o la confección de máscaras de judío), enseñando a los más jóvenes el porqué y el para qué de cada cosa. La memoria cultural no está guardada en museos, sino desplegada en las calles empedradas cada Semana Santa. Y junto a la memoria, está la innovación desde la tradición: cada generación aporta algo nuevo sin romper el hilo. Por ejemplo, los jóvenes del pueblo Q’anjob’al haciendo suyo el Baile de los Pícolos, las nuevas generaciones de panaderos adaptando recetas a gustos actuales (menos azúcar, dicen en Totonicapán, para cuidar la salud) o comunidades que integran prácticas ecoturísticas a sus tradiciones religiosas. Esta capacidad de adaptación es también resistencia, porque implica que la cultura no es estática ni se quiebra ante los cambios, sino que se amolda sin perder su esencia.
“Las historias, culturas y tradiciones de los pueblos siguen vivas”, parece susurrarnos cada estampa que hemos revivido aquí. Frente a la homogeneización, los pueblos oponen creatividad; frente al olvido, memoria; frente a la apatía, participación; frente a la imposición, orgullo propio. Por eso, al contemplar una alfombra multicolor efímera, podemos ver algo mucho más perdurable: “La memoria viva de un pueblo” plasmada allí, que no es “solo belleza, sino resistencia y comunidad”. En última instancia, esa es la esencia de esta crónica: la Otra Semana Santa 2025 en Guatemala, más que una tradición religiosa, se revela como un conjunto de actos de resistencia cultural. Son los pueblos diciéndole al mundo y a sí mismos que siguen aquí, que su fe camina de la mano de su cultura y que esa unión es irrompible. Cada procesión, cada baile, cada receta y cada juego es un hilo de ese tejido resistente. Y mientras haya manos comunitarias sosteniendo el telar, la trama de la tradición seguirá fuerte, colorida y viva, año tras año, como un canto de resistencia y esperanza que atraviesa generaciones.
Al final de este recorrido, nos queda la imagen de un país profundamente diverso, donde la Semana Santa funciona como espejo de esa diversidad y, a la vez, como hilo conductor que une a todos en reflexión y celebración. La Otra Semana Santa que Prensa Comunitaria nos ha mostrado es la que ocurre fuera de los reflectores de la ciudad capital y Antigua Guatemala; es la que late en el campo, en la montaña, en la orilla del mar y del lago. Es la Semana Santa de los pueblos, con sus alegrías, sus penas, su mística y su cotidianidad entremezcladas. Y en esa Semana Santa comunitaria, cada oración en idioma materno, cada cucurucho con indumentaria indígena, cada comida compartida en la plaza y cada juego tradicional recuperado es una pequeña gran victoria de la identidad sobre la amnesia.
Y a usted lector y lectora. Gracias por seguir con nosotros.