Por Rossina Cazali
El pasado mes de julio fuimos testigos de un evento que hubiera sido impensable hace pocos años en el ámbito de la cultura. Durante la presentación del libro Rebeliones sin masas. Los “30 golpes” contra Arévalo y el inicio de la Guerra fría en América Latina (1945-1951), de Arturo Taracena Arriola y Rodrigo Véliz, publicado por la editorial Catafixia, observamos, escuchamos y disfrutamos cada palabra del comentarista invitado: el Dr. Bernardo Arévalo de León, presidente de la República de Guatemala. Los neandertales que nos han gobernado, ni de broma, hubieran tenido el peso intelectual para participar en un evento de tal naturaleza. Y mucho menos la capacidad para abordar temas como la construcción de ciudadanía, que tanto Taracena como Arévalo abordaron en ese encuentro, con una brillantez avasalladora.
Recordé esa tarde, a propósito del debate en torno al anuncio de la culminación del convenio entre el Ministerio de Comunicaciones y la Municipalidad de Guatemala concedido, desde hace 25 años, la administración del entonces abandonado palacio de correos y que, con el paso de ese tiempo llegó a situarse como uno de los proyectos culturales más emblemáticos de la ciudad de Guatemala: el Centro Cultural Metropolitano o la Escuela de Arte de Correos, como suele llamarse.
Uno de los argumentos que sostiene la solicitud del Ministerio de Comunicaciones de devolver el inmueble se sostiene en la siguiente afirmación: es como cuando el dueño del local que alquilas te pide que lo dejes y no puedes decir que no. Sin embargo, esta idea-imagen, producto de la lógica de la propiedad privada, es insostenible cuando te pones a pensar en el papel fundamental que juega este proyecto en el panorama del arte local y en la construcción de ciudadanía. Algo que el Ministerio de Educación, el Ministerio de Cultura y Deportes, la Escuela de Artes Plásticas o el Museo Nacional de Arte Moderno, ni uniendo fuerzas, han logrado provocar a lo largo de todas sus gestiones.
Correos es un epicentro cultural y espacio polivalente que, en la actualidad, suceden importantes eventos culturales. En sus salas de exposiciones han transitado artistas de la talla de Carlos Valenti, Margarita Azurdia, los grandes Roberto González Goyri, Dagoberto Vásquez y Grajeda Mena, Dennis Leder y Rodolfo Abularach.
También exposiciones colectivas de creadores de media carrera y emergentes que difícilmente encuentran sedes que les permita comenzar a reconocerse a sí mismos como autores. Además de proyectarse como un lugar de experimentación para artistas y curadores jóvenes, es una de las sedes más importantes de la Bienal de Arte Paiz, lugar para talleres libres de arte y encuentros de música electrónica y formas libres como el grafiti y el hiphop.
La actual comunidad de catedráticos de su escuela de arte atiende, todas las semanas, a miles de niños, adolescentes y adultos. En distintos horarios, aportan una formación artística y especializada en arte contemporáneo que es imposible replicar en los barrios del área metropolitana.
En un sentido comunitario cohesivo, Correos es ese lugar seguro que garantiza no solo conocimientos sensibles sino cuidado emocional. ¿Pero cómo y cuándo nació ese apego y esa identificación comunitaria? ¿Por qué es relevante el espacio de Correos para los artistas y sus públicos, sus estudiantes, para la comunidad vinculada con el arte y para los guatemaltecos en general? ¿Cómo su edificio llegó a ser esa especie de nave nodriza que acoge y representa?
Para comprender su dimensión aquí un poco de historia: eran los 90. Nació en el marco de la firma de los acuerdos de paz y el proyecto Renacentro. Debido al panorama de violencia que había azotado a todo el país y con particulares dinámicas al Centro Histórico, el edificio de Correos por muchos años quedó en el abandono y en aquella década llegó a alcanzar condiciones de deterioro evidentes. Como telón de fondo, el centro era un territorio complejo, muchos de sus grandes almacenes cerraron y hubo una migración de residentes tradicionales hacia zonas supuestamente más seguras en las afueras de la ciudad.
No obstante, gracias a los vendedores de la calle, los mercados y residentes que resistían y no abandonaban sus viviendas, el Centro seguía siendo ese lugar de bullicio y de eventos políticos de suma importancia, algunos festivos, otros siniestros. Lo barato de sus alquileres y otras condiciones hacían de este entorno algo extremadamente atractivo para los artistas. Su condición de escenario histórico, de estéticas contrastantes, combinadas con el dato histórico y el caos era lo mejor que le podía suceder a la generación de artistas del momento, que se inclinaba por la experimentación corporal y la puesta en escena callejera. Sin ponerse de acuerdo, entre artistas e institución, algo comenzaba a cocinarse en el corazón de la zona 1.
A finales de aquella década se formó el Festival del Centro Histórico, siendo uno de sus integrantes y promotores más ilustres el diplomático y animador cultural Tasso Hadjidodou. Tasso fue quien insistió que se invitara a artistas jóvenes a desarrollar proyectos. Gracias a su posición visionaria, se formó el grupo de Arte Urbano que, con sus propuestas, dio un giro a los paradigmas de lo que debía ser una exposición artística -fuera de las paredes de galerías o museos- o un evento cultural per se. Las calles y plazas, desde los tragantes, los atrios de iglesias, los centros comerciales, los bares de la zona, las vitrinas de la Sexta o el mismo arco de Correos servían para generar diálogos artísticos y críticos con ese entorno urbano.
Por primera vez, el arte tocaba a peatones y conocedores del arte por igual. Como fenómeno único, los columnistas de opinión hablaban con entusiasmo o prejuiciosamente de las acciones artísticas en los diarios. Se decía cada disparate, de antología, pero hablaban de arte y eso ya era ganancia.
En 2023, en el transcurso de las elecciones y manifestaciones de apoyo a la candidatura del Dr. Arévalo, crecimos como ciudadanos. Salir a las calles fue un evento extraordinario. Las expresiones multitudinarias, de carácter artístico que se desarrollaron en tantas calles, carreteras, plazas del país nos llevaron a evocar aquellos primeros festivales del centro histórico. Pero también el mítico festival Octubre Azul y la innumerable cantidad de proyectos que a partir del nuevo siglo se identificaron con ese entorno. A partir de entonces, lo sintieron suyo.
Pero si hubo un evento que movió los pilares del conservadurismo, el que mostró que era posible ocupar con arte un edificio patrimonial, fue el movimiento llamado Tripiarte. Un festival independiente y complementario a Octubre Azul. Su gestor, Javier del Cid, con figuras claves como José Osorio, encontraron (nunca he entendido cómo) la inusitada oportunidad de solicitar en calidad de préstamo el inmueble de Correos y utilizar sus enormes salones por tres días consecutivos para realizar intervenciones artísticas, muchas de las cuales se recuerdan y reconocen como parte de la historia del performance. Claro, también hubo desastres incontenibles. Pero el espacio era tan único, tan lleno de todo y nada, que era una invitación abierta a imaginar lo que podía suceder ahí a futuro. Salas repletas de fardos y torres de cartas acumuladas a través de los años de conflicto, por la inoperancia del sistema postal y su imposibilidad de entregarlas a sus dueños, habían transformado lentamente a Correos en un edificio lúgubre lleno de fantasmas, de memorias, noticias, abrazos y saludos de cumpleaños que nunca llegaron a su destino. Pero la sensibilidad de los artistas, con esas antenas bien afiladas, entendió la oportunidad: el momento no podía ser más adecuado, había que cruzar la gran agua como suelen indicar los oráculos del I Ching.
Como coincidencia, la Dirección General de Correos y Telégrafos no se encontraba en el mejor momento para organizar y reorganizar los servicios postales. Había cierta incertidumbre que beneficiaba ese imaginar y pensar en voz alta. El punto es que Correos había cesado sus operaciones y la administración de los servicios fueron concesionados a la empresa canadiense International Postal Services. Recuerdo claramente ciertas declaraciones de sus representantes: en nuestro diagnóstico, reducir el espacio de operaciones y hacer más eficientes nuestras labores. Esa visión minimalista –canadienses, al final de cuentas- tuvo efectos positivos e incluso poéticos para aquel movimiento. La mayor parte del edificio quedaba liberado, eso sencillamente quería decir que no había límites para imaginar y hacer.
De forma paralela y complementaria, en la zona 1, también emergían con gran poder de convocatoria espacios como La Bodeguita del Centro, Pie de Lana, La Casa Bizarra y otros. Se sumaban para encender la chispa que congregaría la creatividad y las situaciones más locas, divertidas, absurdas, propositivas, reflexivas, rockeras, dramáticas, poéticas y críticas a las distintas formas y orígenes de statu quo que yo pueda recordar. La Municipalidad (creo que con cierta dosis de ingenuidad) abrió sus puertas y cedió el espacio a proyectos independientes. Ahí encontrábamos la algarabía y la ilusión de los zanqueros de Caja Lúdica y sus comparsas, la seriedad de Luciérnaga, las obras de teatro rompe y rasga de Rayuela entre tantos otros proyectos que crecieron de manera exitosa, porque contaron con ese apoyo además de presupuestos de la Cooperación Internacional.
La historia, por supuesto, es siempre una montaña rusa, con diversos tonos de grises e intensidades de conversación sensata o locura. A través de esos 25 años de existencia, hemos sido testigos de las mutaciones del proyecto, de sus aprendizajes, de sus aciertos y desaciertos por igual. Después de un primer período de pruebas y errores y de comprender el potencial del espacio y la cultura a su favor, Tu MUNI tristemente exigió a aquellos proyectos independientes abandonar el edificio. La magia había desaparecido y las relaciones de algo tan institucionalizado con grupos, basados en las dinámicas de la creatividad y la disidencia, había llegado a provocar una tensión insostenible. En ese nuevo periodo de reajustes hubo situaciones incómodas y altamente criticadas.
La primera que salta a mi memoria es la mítica concesión (quién sabe) de otorgar el espacio para la realización de la exposición de pinturas de la ilustre Anabella “Chesterday” de León. Aún así, el proyecto ha llegado a buen puerto y a convertirse en todo un fenómeno. Sin rencores, hoy por hoy, la comunidad artística, en pleno, reconoce la dignidad de sus catedráticos, la calidad de su pénsum de estudios, los compromisos inclaudicables del alumnado y los espacios de exposición como las más interesantes y adecuados para las nuevas formas de creación. En sus corredores y galerías se encuentran diariamente innumerables actores que estrechan vínculos con el lugar. Correos es una suerte de hábitat orgánico que ejerce identidad y pertenencia. Niños que, desde los 6 años, asisten para recibir clases de música, ballet, ajedrez o pintura, consideran el inmueble como extensión de su casa. Correos es un centro neurálgico donde sus usuarios llegan a aprender y a reprogramar su propia curiosidad a través de la expresión artística, en un espacio que asegura libertad y seguridad.
En esta sociedad nuestra, marcada por los convencionalismos, donde domina la descalificación prejuiciosa contra el arte (elitista, superfluo, meramente decorativo, inútil) resulta que existe y se sostiene algo tan inusual como Correos, comprobando que es todo lo contrario. Suficiente razón para ratificar el valor simbólico que ha acumulado a través de los años y como ciertos proyectos, contra todo pronóstico o plan original, se ven en la necesidad de variar sus objetivos y dar lugar a otras cosas. La flexibilidad camaleónica es enriquecedora y cuestión de sabios.
Cuando se recondujo el uso de la Sexta Avenida por ejemplo, la municipalidad pensó que la mítica avenida central sería el mejor escenario para el paso del flamante Transmetro. Pero la gente, los peatones, en esa inercia maravillosa, conducida por la intuición y la necesidad de espacios abiertos y públicos, se apoderaron de la vía sin vuelta atrás, lo que resultó en una situación fértil para los ciudadanos y formas de convivencia de la Sexta.
En más de una oportunidad me he declarado arevalista y lo sostengo. En el loop histórico iniciado por Juan José Arévalo Bermejo, en la mitad de la década de los 40, aun se erigen los referentes gloriosos de la cultura. Estos siguen confirmando la importancia del arte en nuestra sociedad. Me refiero, por supuesto, a la mayoría de escuelas de arte que surgieron durante su mandato, así como las iniciativas de apoyo estatal a artistas becados, a escritores, actores, cantantes, emisiones de radio e intelectuales en general, que sucedió en aquella década primaveral. Y a pesar de los posteriores periodos de represión, ese germen de ciudadanía, como verbo, sigue emergiendo y renovándose desde las diversas prácticas artísticas y sus formas de pensamiento crítico. Considerando todos los antecedentes descritos y la voluntad que el Dr. Arévalo de León ha manifestado en diferentes oportunidades, por apoyar la democracia, la cultura y el arte, creo que es urgente que las autoridades del Ministerio de Comunicaciones y la Municipalidad de Guatemala se sienten a dialogar para renegociar y, por qué no, imaginar opciones que no lastimen a la comunidad artística y a un proyecto que costaría mucho rearticular.
Desde mi opinión independiente creo que no prorrogar el convenio, no tomar en cuenta ese poder ciudadano que emerge desde ese proyecto artístico y simplificar el asunto con argumentos propios de la lógica de la propiedad privada, es la estrategia política menos afortunada en estos momentos propicios para la animadversión. Y la más catastrófica para todos aquellos que apostamos y defendimos en las urnas la democracia.